CORPUS
CORPUS
Si quieres verme mañana por la tarde
búscame,
preferentemente, en algún lugar
de la calle Larga, desde la
Capilla de
San
Sebastián a la confluencia con la calle
Pescadores.
"El Corpus", quizás por ser la más
antigua en el tiempo, es la fiesta más arraigada y la que sintamos más por
igual en La
Puebla. Efectivamente , en Puebla se vive “por” y “para” las
fiestas del Corpus: el año se divide en dos, un antes y un después del Corpus;
la limpieza y blanqueado se hacen en el Corpus; la ropa se estrena por el
Corpus; el hombre marismeño se desplazaba antiguamente a La Puebla por el
Corpus; los que a causa de su trabajo viven fuera, vienen por el Corpus; y
nuestra localidad tiene una cierta fama gracias a la "procesión del Corpus".
Momento éste, el de la procesión, que nos llena a todos de orgullo, de
nostalgia, de recuerdos de seres queridos que ya no están entre nosotros y,
¡como no!, de alegría. El Corpus, pues, es el referente de todos los
acontecimientos que suceden en nuestro pueblo; por ello, no debe extrañar que
sea al que más espacio dediquemos.
Con
la fiesta del Corpus, pues, La Puebla alcanza su momento álgido, y por mucho
que haya cambiado a través del tiempo, nuestros sentimientos se mantienen
imperecederos cuando llega “el día” y vemos la Custodia en las calles
cubiertas de romero.
Nos vienen a la mente, por tanto,
recuerdos, imágenes, vivencias, nostalgia de otros Corpus, de otros tiempos, de
otras formas de vivirlos. Por ello hay que remontarse a otras épocas. Es
inevitable, pues, acudir a
conversaciones oídas de niño a nuestros mayores y de algunos testimonios
encontrados en artículos o pregones hallados en
esa hemeroteca tan especial que son los antiguos “libros del Corpus”,
que, desde 1949, se vienen publicando año tras año.
Las primeras noticias que tenemos
del Corpus se remontan a un Acta del ayuntamiento de 1578, y a otras
posteriores, como de 1583 en que se recoge la visita del arzobispado a la Parroquia , y a otra de
1585 en que se da cuenta de varios pagos por la Hermandad Sacramental.
Ya a finales del siglo XVII, en 1691, existe un inventario en que aparece una
custodia de plata, y dos años más tarde, en 1693, de un censo de hermandades de
Puebla, entre las cuales está la citada Hermandad. Ya en el siglo XVIII, concretamente en 1716,
es aprobada la “Regla de los Hermanos de la Ilma. Hermandad del
Santísimo Sacramento” sita en la villa de la Puebla junto a Coria; aunque, como
apuntaba el Prioste de la
Hermandad en la página 15, “Digo que la Regla
de dicha Hermandad, se ha perdido muchos días antes, por cuya razón la misma,
ha hecho nueva Regla que es la que presento y juro, mediante lo cual”, es decir, debemos, pues, considerar
que la antigüedad se remonta a algunos siglos antes. Dichas Reglas son un
auténtico modelo de sencillez y de sentido práctico, lo que se desprende de una
atenta lectura de los breves y escasos capítulos de que constan (sólo 10). Tal
vez la Custodia
fue construida poco antes, y esto animara a los devotos a formalizar sus
reglas, que ya, como hemos apuntado, estaban ahí. De hecho, sin abandonar el
siglo XVIII, tenemos algunas noticias en las “Respuestas Generales” del
Catastro de Ensenada (1751), que, en la pregunta 25 del Interrogatorio -en
donde se relacionan los Gastos de Propios del Ayuntamiento- especifica “que no es de su cargo la fiesta del Corpus
por costearla la Hermandad ”. Más claro,
que el Ayuntamiento no costeaba nuestra principal fiesta. Con ello queda
evidente la presunta solvencia económica de la Sacramental por
aquellas fechas.
Su salida en procesión tuvo también
un privilegio especial, desde casi sus comienzos: el poder hacerlo por la
tarde. Existe un curioso documento –un simple oficio- en su poder en el que el
secretariado de Cámara del Arzobispado de Sevilla contesta a la petición
conjunta del Alcalde de La Puebla y de su cura párroco en el sentido de que la
procesión del Corpus de nuestro pueblo pueda celebrarse no por la mañana, como
era costumbre, sino por la tarde. Se accede a lo solicitado, pero se añade “a condición de que a la caída del sol
vuelva al templo la procesión, a fin de evitar cualquier profanación o desorden
que de otro modo pudiera resultar”.
El documento es de 1871, y es de suponer que desde entonces la procesión esté
saliendo por la tarde.
De esas fechas –segunda mitad del
siglo XIX-se tienen escasas noticias sobre las celebraciones Eucarísticas de La
Puebla; pero, parece ser, que la procesión se limitaba a la salida a la calle
Duquesa de Sevillano (antes de la
Iglesia , después de Miro, y hoy “La Niña ”) y alrededores de la
iglesia, que se adornaban con tarajes, álamos y unos farolillos “al estilo
veneciano”: de papel con velas encendidas dentro. La procesión se limitaba,
entonces, a ese recorrido, como es habitual en todos los pueblos actualmente,
no existiendo aún la feria ni, por supuesto, habían aparecido aún las casetas.
Algo más tarde –quizás en los
comienzos del siglo XX- el recorrido de la procesión se alarga, llegando hasta
la ermita de San Sebastián, para coger calle Larga abajo hasta la esquina de
Anita la del Carbón (calle Palmillas), girar a la izquierda –dejando al río
enfrente- y tomar la calle Marqués de Casa-Riera (hoy Santa María) para llegar
de nuevo a la Iglesia.
Pero será a partir de los años veinte
cuando, de la mano de un cigarrero ejemplar, Don Manuel Campos Silgado
(conocido familiarmente como Manolito Campos el del “Garrotal”, y que durante
muchos años fue Hermano Mayor de la Sacramental ), la Hermandad alcanzó gran
auge, ulteriormente mantenido por los que le siguieron, entre ellos, su
sobrino, D. Manuel Fernández Campos, Ingeniero Director de la Compañía Sevillana
de Electricidad. Fueron en esos años cuando llega a materializarse un Corpus
más entrañable y en los que el pueblo entero comenzó a vivir y a celebrar “nuestra fiesta” por excelencia. Los campos
quedaban en reposo, y desde los más lejanos confines de las marismas sus
hombres emprendían el camino hacia el pueblo –siendo, en muchos casos, la única
vez que lo visitaban en el año-; los caseríos se despoblaban, y en el Cortijo
Nuevo, la Isleta ,
Rojas, Casas Reales, Rubiales, El Mármol, el Cortijo de los Pobres, la Marmoleja , el Cogujón,
Puñana, la Huerta
del Cojo, Los Olivillos, La
Abundancia , la
Veta de la
Palma ,… no quedaba nadie. Esos hombres, esos trabajadores –a
veces, familias enteras- venían por veredas, sendas y caminos, y entraban por
El Caramanchón, la
Cuesta Colorá , El Pozo Concejo, El Callejón de la Arbolea , el Camino de las
Tapias, la Barqueta ;
algunos, que tenían su aposento en el “otro lao” del río, lo atravesaban en una
barquilla, y desde el muelle se dirigían a la cuesta de las “Palmillas”, hasta
llegar a su vivienda.
Con esta riada humana, es de suponer
que las calles de La Puebla, solitarias y silenciosas habitualmente, adquirían
gran bullicio y animación, y eran momentos de saludos y abrazos, mientras que
en la taberna de la Plaza
el mosto de Bollullos y Umbrete y el vino más hecho de Gines, circulaba con
fluidez por las gargantas de esos hombres recios más que en ningún otro día del
año.
Mientras los hombres se regaban
interiormente con el líquido vivificador, las mozas iban dando los últimos
toques a sus tareas de limpieza y encalado de las fachadas, así como al vestido
que tenían que estrenar.
Y llegado el “gran día”, la mañana
cobraba su protagonismo, siendo el centro neurálgico la Iglesia , con su “Función
Principal” y el repique de campanas –aún no había hecho acto de presencia la
“diana floreada”-, un repique de campanas con sus sones agudos y graves,
presididos por el loco volteo -rápido y jubiloso- de la esquila, la cual parecía que presentía que era “su día”. Desde “El
Santo” a la “Barqueta”, y desde el “Caramanchón” a “Las Palmillas”, el pueblo
se despereza y la mañana se convierte en un ir y venir, en un batiburrillo de
gente de un lado para otro: las mozas y los mozos se dirigen a la Iglesia , donde las
campanas se convierten en las grandes protagonistas, estableciéndose un
pugilato entre los mozos para ver quién atraviesa primero el “cancel”, sube por la estrecha y oscura escalerilla que
lleva hasta la azoteilla y salva los cuatro escalones que le separan para
llegar al campanario y comenzar a voltear la esquila. Son momentos de tensión y
de demostrar la hombría, la fuerza, la habilidad, pues, desde abajo, un ramillete
de mozas observa, con corazones expectantes, si ha sido su novio el primero en
llegar.
Mientras todo esto ocurre, comienzan
a entrar en el pueblo volquetes con el romero arrancado en los “Montes” durante
la madrugada, y que una cuadrilla de “alfombreros” se encarga de esparcir por
todas las calles, que, al poco, quedan impregnadas con su aroma penetrante, y
la atmósfera convierte a La Puebla en algo singular, único.
La función religiosa termina, y
mientras las mujeres se dirigen a sus casas, los hombres buscan el refrescarse
interiormente en la taberna, después del esfuerzo “campaneril”; pero todos,
azuzando las horas para que llegue la tarde con celeridad.
Y llega la tarde. Como la Custodia tiene que estar
recogida antes de la puesta del sol, a las cinco la parroquia ya está a
rebosar, así como sus alrededores: el ”Porche”, la explanada del Rincón y la
calle Miro. A las seis comienza de nuevo
el volteo incesante de las campanas; se forma la procesión en el interior del
templo: mozos y mozas con velas y cirios que irán acompañando el desfile
procesional; el Hermano Mayor, el Teniente Hermano Mayor y el Secretario de la Sacramental se colocan
con sus varas delante de la
Custodia ; detrás de ella el Clero bajo palio, e
inmediatamente las autoridades.
Empieza el desfile en medio de un
silencio impresionante y enfila la calle Miro hacia el Santo, y, nada más
comenzar, desde la Hacienda
cae sobre la Custodia
una lluvia de flores; al llegar a la estacadilla de Campos, se divisa, por
primera vez, el río a través del olivar;
e inmediatamente la procesión pasa junto a unas humildes chozas, de las que sus
moradores han salido a la puerta y esperan arrodillados y llenos de
respeto; se oye una campanita y un desgarrado cohete que
supone el comienzo de unos fuegos de artificio: se ha llegado a la Capilla. Parón ,
descanso de los costaleros y entrada en la calle Larga; nuevo silencio y
recogimiento, como muy bien supo recoger el poeta:
Es Corpus… La calle Larga,
al
paso de la Custodia ,
es
un rezo entre suspiros
con
esperanzas de gloria.
Las
ventanas y balcones
sus
enrejados adornan
con
lujo de colgaduras,
mantones,
sábanas, colchas
que
en los cajones de cedro
durante
el año reposan.
La
procesión por la ermita
del
Santo Patrón asoma…
De
luz se llena la calle
en
un delirio de auroras.
Oraciones
que son llanto,
y
en el balcón de la boca
soñar
de palabras mudas
en
un descanso de coplas…
Y estribillo
del silencio.
¡Qué
bonita es la Custodia !
Vía
Crucis de plegarias
a
las gargantas asoma…
Temblores
de cal y sol
en
almohadas de sombra.
Arcángeles
celestiales
arrancan
de su corona
para
al señor ofrecerlos
nardos,
jazmines y rosas…
Paso
a paso, costaleros.
¡Qué
bonita es la Custodia !
Sigue su camino el cortejo, y, al
fondo, ya se divisan la
Barqueta , la
Huerta Grande , las fértiles tierras de la Vega … y el río, ese río tan
nuestro que no tendrá más remedio que proclamar que La Puebla está de fiesta:
Cuando llegue el río al mar
con
sus ilusiones nuevas,
y
las olas le pregunten,
sólo
dará una respuesta:
En
honor del Corpus Christi,
Puebla
del Río está en fiesta.
Continúa la procesión, y, al llegar
a la calle Pescadores, nuevo giro a la izquierda para enfilar la calle Pinta y la Santa María. El nuevo
volteo de campanas anuncia la cercanía de la Iglesia ; gentío, emoción, silencio, subida de los
escalones del Porche, Marcha Real: ya está entrando la Custodia. Ha
finalizado la procesión, y de debajo del paso, sudorosos, cansados, pero
satisfechos por el deber cumplido, salen Lucas, Beltrán, Carlete, “El Teta”,
que, un año más, han hecho honor a la tradición.
Anotemos,
pues, cómo el recorrido de la procesión se ha alargado con respecto a finales
del XIX y principios del XX, manteniéndose en la actualidad.
Otra novedad es que por esas fechas,
el Corpus ya no se limitó a un solo día, sino que se prolonga a cuatro, con lo
que aparece la velá –más que feria- en la calle Larga, que se verá
ornamentada desde el Santo hasta la puerta del Ayuntamiento- donde se colocaba
un arco hecho de tarajes traídos de las Mimbres- a base de ingenuas varillas de
metal flexibles cubiertas de flores y con unas tulipas de papel de colores
distintos. Todo era primitivo- pero hermoso, por ese mismo sello de sencillez-:
palos de troncos de pinos que sostenían arcos de tarajes, álamo y romero, en
los que, una vez blanqueados, se colgaban los farolillos (que al principio
llevaron una vela dentro). Ya estaba, pues, el ferial preparado, ya tenemos a
la calle Larga como centro de nuestra feria.
Capítulo aparte, merecen las
“casetas”, ¡aquellas antiguas casetas llenas de maceteros y espejos que eran el
orgullo y la admiración de nuestros antepasados! Según nuestros datos, dos eran
las que se llevaban la palma (que, además,
eran las únicas): la de arriba, ubicada en la puerta de la antigua
cárcel –hoy Dependencias Municipales-, y justo donde más tarde se pondría la Caseta Bética –,
centro vital, como después veremos, de los Corpus de los años cuarenta,
cincuenta y sesenta-; y otra en el “antiguo solar de Natalia la de Carrillo”
(donde estuvo la panadería de Antonio Pineda, en la misma esquina de la calle
de Anita la del Carbón). En la de arriba radicaba la reunión de Manolita
Hernández, mientras que en la de abajo “no había más Dios ni más Santa María”
que Brígida, y de la que formaban parte la Señora Garrilla ,
Fidela, Norberta, María Teresa Rebala, Esperanza y Encarnación la Perica , y otras. Las
casetas, pues, eran territorio femenino, y su montaje y ornamentación
correspondían solamente a las mujeres, que lo convertían en una antesala de las
fiestas, puesto que el exorno era completamente artesanal, a base de papeles de
colores, engrudo de pegar, largas tiras de cadenetas –que noche tras noche se
iban haciendo entre coplas y risas- hasta que hubiera suficiente para que
cubriese enteramente el techo; espejos, sábanas, maceteros y gran diversidad de macetas colgadas le daban el toque de gracia
–nunca mejor dicho-. La música de un pianillo –tocado por el “Piano”- no paraba
durante los cuatro días, bailándose, además, sevillanas, muchas sevillanas,
entre las que hemos encontrado una que decía
A la fuente
le
han puesto
María
Cristina,
la
mujer de Borbolla
fue
la madrina.
Te
has equivocao,
don Manuel Bustamante
la
ha bautizao.
Así era, así vivían el Corpus
nuestros ascendientes, los que hoy podrían ser nuestros padres, abuelos,
bisabuelos…Es, pues, imposible resistirse, llegado a este punto, a reproducir
los versos finales con los que Salvador
Fernández Álvarez concluía el primer Pregón del Corpus (1966) y que él tituló
como “Balada del recuerdo”:
¡Corpus de mis años mozos,
cuando
ponía el romero
sus
alfombras por las calles
y
en la atmósfera su aliento…!
Campanas
de agudo son,
esquila
en loco volteo
que
pierde su voz en bronce
cuando
un hábil campanero
pone
la cuerda en sus manos
y
la mirada en el Cielo.
¡Calle
Larga de la Puebla!
Cal
y luz en reverbero;
Visión
del río que envía
sus
olas como requiebro,
para
regar una huerta
que
de azahar viste al pueblo…
Por
la tarde procesión,
¡Dios
en la calle! Silencio
de
una Majestad tan grande;
un
divino amor inmenso,
y
bulla de corazones
con
latidos marismeños.
Traje
corto y pantalón
de
embudo que besa el suelo,
con
sus rodillas robustas…
En
las manos el sombrero
es
del aire confidente
y
de lágrimas pañuelo.
Mozas
que visten percal,
cirio
en las manos y un velo
para
sombra de los ojos
que
tienen luces de fuego,
como
dos faros inmensos
que
guiaban una vida…
¡Tu
corazón, mi Farero!
Marcha
Real de una banda
de
“Luques” y “Canasteros”,
el amplio
porche una plaza,
la
iglesia un río de incienso;
Dios
custodia a su Custodia,
entre
plegarias del pueblo.
¡Corpus
de mis años mozos!
Tú
sigues feliz viviendo;
Mas
¡ay! la moza aquella,
la
de los ojos inmensos,
buscó
un Corpus en la Gloria ,
y
es sólo llanto y recuerdo…
Llegamos, pues, a los Corpus de
finales de los cuarenta, cincuenta y sesenta, a los de la generación de los que
hoy tienen entre sesenta y setenta años (los míos). Fueron los años de la
renovación y del realce de la fiesta. Al mismo tiempo que se producía el
desarrollo de toda La Puebla, los Corpus
en la calle Larga fueron ganando, año tras año,
en modernidad y belleza, pero sin
perder su carácter tradicional y
de pueblo; Corpus en que aparece el
primer “libro del Corpus” (1949) y se pronuncia el primer pregón del Corpus
(1966); de remozamiento de su Custodia y de comienzo del esplendor de su
Procesión, con la llegada de prestigiosas bandas de música –Regimiento de Soria nº 9, de la Cruz Roja , de Salteras…-
y de cornetas y tambores -Guardia Civil y de la Artillería a caballo,
en los primeros años, y de la
Policía (también a caballo), más tarde-; Corpus de traslado de San Sebastián desde la iglesia a su capilla
el domingo a las nueve de la noche, cuando ya las fiestas iban tocando a su
fin; Corpus con un programa de festejos propio de un pueblo agrícola-ganadero y
mirando siempre al río: de cucañas y de caza de patos en el río, de tradicional “faena de acoso y derribo” en el
Prado -en la que tomaban parte la flor y nata de los garrochistas locales y de
toda la provincia-, de festivales
taurinos, de exhibiciones de doma
vaquera, de carreras de cintas a caballo, de tiro al plato, de famosos
concursos de cante flamenco; Corpus de
transición en que comienzan a realizarse los primeros festejos modernos:
carreras ciclistas, carreras de cintas en bicicletas, gymkhanas, de destreza de tractores; de veladas de boxeo, de levantamiento de pesas, de carreras de sacos; de juegos competitivos para los niños, como
aquellas entrañables carreras en bicicleta infantiles, tituladas “Vamos al
Turrón”, organizadas por el veterano corredor y buena persona Antonio Ruiz
González (Antoñito, el de las bicicletas)…; fueron Corpus en los que los “Programas de Festejos” finalizaban con un
delicioso epílogo: “Habrá un servicio
permanente de tranvías entre la capital y pueblos ribereños, para mayor
comodidad y afluencia de forasteros”; Corpus en que las casetas,
igualmente, se van transformando, y el organillo se verá sustituido por una
orquesta, al son de la cual Pepe “El Barbero”, Joaquín Rivero, Matagatos…
bailaban sin descanso en una de ellas, la del “Cuello Duro”, en la esquina de
Reina; la del Ayuntamiento, se ubicaba
en la calle “de la droguería”, y la del Betis, en la plazoleta de doña Belén.
Fueron, pues, Corpus difíciles de olvidar.
Pero ese “Corpus” cambió
radicalmente en los comienzos de la década de los setenta, cuando el recinto
ferial se traslada al “llano del Parque” (al antiguo “Cerro de Arcas”). Allí se
produjo la gran transformación: la “velá” se transforma en feria, más propia ya
de la ciudad que del pueblo, aunque, paradójicamente, las casetas van a
popularizarla más aún, pues cada reunión de amigos, familiares, equipos de
fútbol, asociaciones culturales, de vecinos, partidos políticos,… van a tener
la suya. Y ello conllevó que las casetas se convirtieran en lugares más
recoletos e íntimos, donde se establecía una cordial relación con los amigos/as
de siempre, de charla, de fraternidad y de reencuentro con los más allegados, a
veces con ese que residía fuera, pero que no falta a la “cita anual”. Todo ello daba lugar a momentos de confianza,
de sinceridad, de entendimiento, de emoción, en donde jugaban un papel
importante esas dos copas de más que ponen alegres, eufóricos, nostálgicos, y
contribuyen a que afloren, con gran espontaneidad, los sentimientos más
profundos, anécdotas que ocurrieron hace ya bastantes años, detalles,
intimidades de adolescentes que no se han compartido jamás con nadie, por la
sencilla razón de que esa confidencialidad se antojaba intransferible.
Fueron, pues, Corpus entrañables,
donde la masificación y las músicas aún no habían hecho acto de presencia,
oyéndose sólo el cante propio de la tierra, salido de las gargantas de los
cigarreros –acompañados, a veces, por el sonido de una bisoña guitarra-, sin aditamentos de ninguna clase.
Decía el poeta:
Una fiesta se hace
con
tres personas:
una baila, otra canta
y
el otro toca.
Ya
me olvidaba
de
los que dicen “olé”
y
tocan las palmas.
Después de alrededor de veinte años,
nada más comenzar la década de los noventa, el recinto ferial da el salto al
“Cerro de Cantares”, impuesto por la escasez de espacio y por haber quedado
obsoleta la infraestructura. El cambio supuso, de nuevo, una transformación
radical en la concepción de nuestra feria: las casetas se multiplicaron por no
sabemos cuanto, llegando ya, en los últimos años de su estancia en el “Cerro”,
a superar el centenar, cosa insólita en un pueblo de unos 11.000 habitantes.
Comenzó, pues, a perderse esa familiaridad e intimidad ya tantas veces
apuntada, produciéndose, entre otras cosas, una transformación completa en el horario
de permanencia en el recinto ferial; y aquellas horas mágicas de otros tiempos
(desde las 12 o la 1 de la tarde hasta las 3 o las 4, ya almorzados y con el
café tomado, para volver de nuevo a las 10 o las 11 de la noche hasta las 3 o
las 4 de la mañana) desaparecieron para siempre, imponiéndose uno nuevo en el
que todo se transforma: no aparece nadie
por el campo ferial antes de las 2 o las 3 de la tarde para permanecer en él
hasta las 9 o las 10 de la noche, y para, después de descansar un rato, volver
sobre las 2 ó las 3 de la madrugada, quedando atrapado en las casetas hasta
bien despuntado el nuevo día. Horario, mirándolo fríamente, demencial, fuera de
toda lógica y raciocinio, ya que ¿cómo se puede estar tomando cerveza,
manzanilla o “rebujito” a las 6 o las 7 de la mañana?, por poner sólo un
ejemplo. Ello sólo es tolerable por estómagos jóvenes, mientras que los que ya
tienen “fecha de caducidad” se ven imposibilitados de seguir tal ritmo; aunque
es evidente que hay muchos “valientes” que no quieren aún arrojar la toalla.
La procesión continuó con su
esplendor, aunque ya se fue notando menos gentío en la calle Larga, lo cual
viene impuesto, entre otras razones, por haber aumentado la oferta de fiestas,
ferias, vacaciones, que se presentan a lo largo del año, lo que hace que se
vaya perdiendo el “Corpus” como centro neurálgico y momento central del pueblo.
Se podrían analizar otros factores de más profundidad y calado, pero no creo
que sea este el lugar apropiado ni quiero meterme en “camisa de once varas”.
Con el cambio, en el año 2002, del
campo de feria al lado del río, a la antigua “Huerta de Alfaro”, se ha ganado
enormemente en espacio y en belleza, pero la impersonalidad y ese recatado,
tranquilo y, si se nos permite, austero Corpus, se ha perdido por completo, ha
disipado su personalidad. En su lugar, ha hecho acto de presencia una feria
vulgar, consumista, más caótica en el plano del divertimento –en el que a veces
peligra hasta la seguridad y la tranquilidad- y con un concepto distinto de
conseguirlo (el divertimento), que es la finalidad última de todo acto festivo.
De acuerdo que son otros tiempos, otra sociedad, en la que los valores y las
costumbres han cambiado, son distintas –unas para bien, otras no tanto- y que
ante ello, como en casi todo, no es posible la marcha atrás. Hay, pues, que
aceptarlo –al igual que hemos tenido que aceptar otras muchas cosas-, es ley de
vida y hay que amoldarse a ello, si se puede.
Para aquellos que no puedan hacerlo,
sólo les queda la posibilidad de vivirlo (el Corpus) de otra forma, que puede
quedar reducida al campo de los sentimientos, lo cual no es poco y puede
resultar bastante gratificante. Porque
esos días son especiales para cualquier cigarrero, y, aunque no salga de casa
por la razón que sea, nota, siente, huele a Corpus: a paredes recién
blanqueadas, a trajes y vestidos nuevos, a mocitas en flor impacientes por
vivir su primer Corpus como “mujeres”, al primer “pitillo” y la primera “copa”,
a calle Larga, a Procesión, a gentío, a repique de campanas –las sonoras y bien
timbradas campanas de La
Puebla-, a cohetes, a Custodia, a silencio y recogimiento, a
mujeres de mantillas, a niños de primera comunión, y, sobre todo, a romero; y
pasear por las calles de un pueblo que está todo él en el real, de recrearse en
la calle Larga –que tantos recuerdos agradables y nostálgicos despiertan-;
y, en casa, siempre existe la
posibilidad de meditar, escribir, releer esos antiguos “Libros de Corpus” ya
con las páginas ajadas, amarillentas y con fotos –muchas fotos- con ese color sepia que les da el tiempo; libros
repletos de pregones, poesías, escritos de todo tipo, que transportan a otros Corpus, a otras gentes, a
otros tiempos. En una palabra, no se está en el recinto ferial físicamente y no
se comparte con el resto de los cigarreros esos momentos mágicos que en otros
tiempos vivió, pero el alma y la mente están ahí, viviendo profunda e
intensamente esos días especiales, esplendorosos, de nuestro pueblo. En fin, un manera distinta, pero como otra
cualquiera de vivir el Corpus.
FELIZ CORPUS 2019, CIGARREROS
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