EL AGUA EN LAS MARISMAS

                                       EL AGUA EN LAS MARISMAS


                                                                              José Matías González Arteaga

            El pasado de la marisma ha estado unido íntimamente al agua. Desde Avieno, que en el año 400 d. de C. recopiló en su poema “Ora Marítima” los viajes realizados por griegos y romanos por el Mediterráneo, haciendo una descripción muy detallada del lago Ligur (“Lacus Ligustinus”), hoy convertido en marismas, hasta el momento actual, en que buena parte de ellas han sido ganadas por el hombre y puestas en cultivo, han pasado de mar a “lago”, a fangal imposible de surcar y, finalmente, a terreno encharcadizo.
            En los albores de los tiempos, el río Guadalquivir terminaba en un lago interior o estuario que se comunicaba con el océano propiamente dicho por varias bocas que cortaban la duna. En esta época Lebrija, Las Cabezas de San Juan, Coria del Río, etc., eran ciudades situadas sobre la costa del lago y tenían comercio con Roma, cuyas naves venían a Híspalis a buscar el aceite de oliva. Prueba de lo anterior son los restos de embarcaciones y embarcaderos de madera encontrados en los trabajos de excavación de desagües, lo que confirma las magníficas condiciones de navegabilidad del antiguo estuario, que debería tener por aquellas fechas una extensión de más de 150.000 hectáreas.
            Como consecuencia del proceso de relleno, el lago fue perdiendo profundidad y se fue colmatando, evolución que ha seguido produciéndose hasta nuestros días y lo seguiría haciendo si no fuese porque el hombre, desde principios del siglo pasado, comenzó a pensar en la marisma como campo de cultivo y se dedicó a transformarla.
            A partir de ese momento, y para llevar a cabo su propósito, va a tener que luchar contra un factor y un elemento siempre presente en estas tierras: el aislamiento y el agua, un agua que, como se ha visto, ha sido su origen, y de la que depende, aunque en sus efectos no se coincida por los distintos intereses que confluyen en la zona.
            Tanto es así, que desde los primeros tiempos, el hombre marismeño ha visto que en ella estaba su vida pero también su peligro, hasta el punto que ha tenido necesidad de defenderse de ella, por una parte, y, por otra, conquistarla. Para conseguirlo se va a ver obligado a acometer, desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta el momento presente, una serie de obras que van a llevar a unos duros enfrentamientos por intereses contrapuestos. Así, si desde los años cuarenta hasta los sesenta del presente siglo se habían impuesto las posturas desarrollistas, con un afán de poner en cultivo las tierras marismeñas (de arroz, fundamentalmente), a partir de esa década se va a plantear una situación nueva, como consecuencia de la aparición en las marismas de la margen derecha de tres nuevos elementos que de manera extraordinaria van a complicar la zona: el Programa FAO, con la creación del Plan Almonte-Marismas, el proyecto “Playa de Matalascañas” y la creación del Parque Nacional de Doñana. Los dos primeros responden a una visión netamente desarrollista, mientras que el tercero tiene un carácter más que ecologista conservacionista. Si a ello se une el proyecto posterior de la carretera Cádiz-Huelva, que pasaría por las cercanías del Parque, la disputa estaba servida.
            Los primeros esfuerzos del hombre en las marismas irán, pues, dirigidos a dominar la naturaleza e impedir que en épocas de lluvias peligre el ganado (principal fuente de riqueza y aprovechamiento tradicional de estas tierras) que se alberga en ellas. Se siente, ¡cómo no!, la necesidad de defender a esta zona de pastos de las aguas. Y así dice el poeta:
           
                                               “Pájaros blancos y buitres.
                                                ¡Paradoja más extraña!
                                                Unos huyen y otros vienen,
                                                sol de muerte y en las aguas,
                                                la firma de la tragedia,
                                                con trazos  que no se acaban...”

                                                “Los vaqueros de la Isla,
                                                 los amos y las piaras,
                                                  suspiran por el destrozo
                                                 que les causó la riada...”[1]                  
                                  
            Las más antiguas noticias al respecto son de principios del siglo XVI, en que, con la intención de mejorar los pastos de la marisma de Sanlúcar de Barrameda, va a construirse un camino-dique entre la punta de arena de la Algaida y el cortijo de Abentos, con su esclusa que permitiría la evacuación de las aguas de lluvia. En la segunda mitad del XVIII, de nuevo, las autoridades sanluqueñas intentarían obras que cortasen la inundación de sus marismas. El proyecto se redujo a restablecer un antiguo dique de contención del Guadalquivir, que evitase las inundaciones y proporcionase salida a las aguas de lluvia que desaparecerían sólo por evaporación y cerrar varios caños o canales para evitar la introducción de las de avenidas.
            A esos mismos años (1778) se remonta el primer proyecto significativo, debido a Pedro Alonso, y que consistía en “cultivar y hacer útil la más noble parte de Andalucía que se comprende desde la Ensenada o Bahía de Huelva hasta la embocadura del Guadalquivir: formar una nueva población en el sitio del Rocío que es el más proporcionado, se proveer de colonos, que por su utilidad hagan fértil la tierra”. Los objetivos que se perseguían eran, pues, poner en cultivo los terrenos situados entre la Ría de Huelva y el Guadalquivir, canalizar el arroyo de la Rocina y de la Madre de las Marismas y creación de un pueblo de colonos en el Rocío.
            Todavía en tierras sanluqueñas, aparece un nuevo proyecto en los balbuceos del siglo XIX (1804): la creación de la provincia de Sanlúcar de Barrameda para la transformación de los terrenos pantanosos. Pero como casi todos los proyectos surgidos de las Sociedades Económicas de Amigos del País, apenas tiene aplicación práctica y sólo contribuyó a crear un estado de opinión favorable a los principios de la burguesía.
            A partir de la segunda década del siglo XIX comienzan las marismas a salir de su secular ostracismo y en ella van a poner su punto de mira compañías de reciente creación, banqueros, grandes propietarios y títulos de la nobleza, que, con un gran afán especulativo, querrán sacar tajada de estas enormes planicies. Es la época de las grandes compañías y de los magnos proyectos.
            Pero no será hasta bien entrado el siglo XX cuando de una manera real y definitiva llegue la hora de la verdadera transformación de las marismas, y el desencadenante va a ser un cereal hasta entonces desconocido por completo por estas tierras: el arroz; un elemento que va a cambiar de manera radical el paisaje marismeño y va a revolucionar los modos de vida y las tradiciones de estos míticos lugares, hasta el punto de que podemos hablar de un antes y un después en las marismas.
            Porque, efectivamente, estar en las marismas todavía a principios del siglo actual era estar fuera del tiempo y de la historia, donde el almanaque no contaba, y donde el hombre  se guiaba sólo por sus sentimientos para dar fechas y hechos de lo que ocurría en aquellos olvidados lugares. La ciudad - Sevilla- no la conoce porque no se encariñó con ella y sólo la utilizó para regalo, aficiones, y, en última instancia, para aprovechamiento ganadero; pero siempre la consideró como algo lejano, misterioso, mítico. Casi exclusivamente fue conocida por el azogue de sus lucios, por sus patos salvajes, por los relatos de sus hombres que bordeaban la leyenda, por la brava fuerza de sus pastos resecos y salvajes, y por sus toros.
            Las Marismas del Guadalquivir, en plena Andalucía la Baja, es la porción más entrañable y característica de esta desconcertante región; la más dramática y la que está más lejos de la frivolidad y el colorismo, aunque, paradójicamente, hoy parezca lo contrario; la más legendaria y de la que se ocuparon escritores y poetas de principios de siglo, que han ofrecido sus rasgos más expresivos y atrayentes -entre los que ocupa lugar destacado Fernando Villalón-. Tierra de costumbres milenarias, en donde no había que buscar normas convencionales, sino sólo mitos y la persistencia de instituciones fuera de todo convencionalismo histórico: el pastoreo y la caza marcó a sus hombres con una idiosincrasia que, aunque desaparecida, el pueblo aún conserva en parte y que lo hace poseedor de una indudable autenticidad.
            Pero, ante todo, es una tierra olvidada. De todos es sabido el atractivo que supuso España para los viajeros del siglo XIX, y cómo lo andaluz aparece realzado extraordinariamente en sus libros, hasta el punto que el resto del país resultó un mero tránsito para llegar a Andalucía. Pues bien, así como entre los viajeros primitivos sólo se encuentra alguna cita de un periplo  sin norte o de un geógrafo extraviado, las marismas apenas fueron entrevistas por esos nuevos “exploradores”, hasta el punto de que a pesar de que fueron muchos los que llegaron hasta sus mismas puertas -W Irving, R. Ford, T. Gautier, P. Merimèe, entre otros-, si excluimos a R. Ford, ninguno hace la más leve alusión a ella; y éste se nos antoja que lo hace más de oídas que por haberlas visitado.
            Sin embargo, la marisma existía, estaba allí, y tenía su propia personalidad, su forma de ser y de existir, su antigüedad y su aspecto milenario. Una marisma que iba a comenzar a ser transformada, que “iba a morir arruinada por los hombres”, y que haría decir, con nostalgia, a gentes de la tierra: “la marisma ya no es la marisma”, como alcanzamos a oír en nuestra niñez.
            Pero dejemos que sea el poeta quien nos dé la última visión de esas marismas a punto de desaparecer -y más concretamente de la parte quizás más significativa de ellas, la Isla Mayor- allá por los años veinte de este siglo, reflejada en una de las figuras más representativas de estas tierras, el patero, que muere con ellas:

                                                “Antúnez era una sombra de lo que fue; en su rostro                                       eran las arrugas como cortezas retorcidas en los                                                          acebuches viejos, y su cuerpo se respaldaba en la                                                    peña, como en las ancas de un caballo imposible...                                                      Antúnez, hierático, sublime, apoyado en la chivata                                                       como en un trabuco de sus años mozos, era el Patero                                           inmóvil que espera       la muerte de pie y despacio,                                                     como su andar por la vida”[2]

            Y, efectivamente, las marismas mueren; aquellas marismas contadas por los poetas y deseadas por los hombres que habitaban en ellas, dejan de existir; se ven, de la noche a la mañana, transformadas, cambiadas, invadidas por elementos extraños, que le hacen perder lo más íntimo de su ser. La llamada del progreso se impone, y, en un primer momento, los medios de transporte acercan las marismas a la “civilización” y comienzan a perder ese carácter de cosa lejana, misteriosa y mítica, que decíamos antes. Más tarde, de manera irreversible, hacen su aparición los cultivos, que la dividen en dos partes muy bien diferenciadas: la transformada y la aún virgen; pero ya nunca, ni en el caso de esta última, con el carácter que tuvieron. 
            Y el primer cultivo que aparece, como apuntábamos, es el arroz, un arroz con necesidad de mucha agua y con unas características muy especiales, que obligan a un cuidado y una vigilancia constante. El riego de los arrozales se produce por encharcamiento de sus parcelas que necesitan una altura de agua de aproximadamente 20 cms., y que se consigue desde el Guadalquivir, el Guadiamar o a través de recursos subterráneos. Este agua, que debe estar sometida a una renovación continua para mantener unos niveles adecuados de oxigenación, temperatura y salinidad, es reutilizada y rebombeada repetidamente (en muchos casos hasta tres veces, provocando un aumento de la salinidad que afecta a las zonas más alejadas). Dicho consumo -cifrado en aproximadamente de 8.000 a 9.000 m3/Ha.-, su calidad - no admite más de 2 grs. de sal/l.-, y la vulnerabilidad a muchas enfermedades - lo que le obliga a estar constantemente curando con productos en muchas ocasiones nocivos e incompatibles con la fauna del entorno-, es lo que hace que se haya convertido en un cultivo muy problemático, y en confrontación continua con la Administración, ecologistas, pescadores, etc.,  y en una lucha constante con su mayor enemiga: la sequía.
            Pero no es el arroz la única actividad marismeña en la actualidad, ni el único que necesita del agua, pues están otros aprovechamientos tradicionales -y que aún hoy se siguen realizando- que necesitan de ella, tanto o más que los arrozales. Nos referimos, como es natural, a la pesca, a la caza y a la ganadería.
            La pesca fue sin duda una actividad primaria de los numerosos asentamientos que bordeaban al lago “Ligustino” antes de la formación de las marismas (donde se daban acedías, lenguados, róbalos, lisas, almejas,...), y debió seguir siéndolo desde las primeras incursiones de los pobladores del entorno de estas frágiles tierras pantanosas. Rodeadas por brazos de ríos y abundantes ramificaciones (caños) que inundaban extensas superficies, como el Caño Nuevo en la parte sur de la Isla Mayor -que ya en 1404 aparecía arrendado por el Concejo de Sevilla para “pesquería”-, la pesca se desarrolló intensamente, así como en los pueblos del entorno (Coria del Río o Trebujena). En las aguas del Guadalquivir, en todos sus entrantes y salientes, dilatados meandros, derivaciones y esteros, desde Sanlúcar de Barrameda hasta Sevilla, había “...pesca abundantísima de sábalos, sabogas, barbos, albures (lisas), róbalos, anguilas y alguna lamprea; en primavera y verano sollos muy grandes que suben del mar; alguna trucha en las riadas, y almejas...”
            Pero la paulatina desecación y transformación de las marismas desde la segunda década del siglo, con la eliminación de amplias zonas tradicionalmente inundadas (arroyos, caños, lucios, charcas,...) redujeron considerablemente este amplísimo espacio de abundante y variada pesca. Posteriormente, la degradación del entorno (contaminación, alpechines, residuos urbanos, azucareras, productos químicos,...) acabó mermando y limitando esta actividad. Por otra parte, la construcción de la presa de Alcalá del Río frenó el desove de muchas especies, como el esturión, “destruyó el sábalo y la saboga e impidió el paso de panarras, mujiles, anguilas, pejerreyes, barbos,...” Igualmente, las diferentes actuaciones sobre el Guadiamar y otros caños marismeños, unido a la alteración del equilibrio hídrico en las décadas siguientes, redujeron sustancialmente el caudal del agua de la marisma.
            Si a ello unimos que los cauces públicos que inundaban la marisma fueron en su gran mayoría desecados y destruidos físicamente con la introducción de los numerosos cultivos, y, concretamente, en la Isla Mayor, con la extensión del arroz, las posibilidades de pesca quedaron reducidas en esta zona a la época de riego (seis meses aproximadamente), en que los canales principales y secundarios recibían las aguas bombeadas desde el Guadalquivir o el Guadiamar.
            El sector arrocero se sintió afectado ante la pesca en los canales que estaban en el interior de las propiedades particulares y dentro de las Comunidades de Regantes o propiedades colectivas, por lo que pidieron a la Administración que esta actividad se desarrollara en cauces públicos. Así comenzó un enfrentamiento entre intereses agrícolas y pesqueros que alcanzaría su cenit con la introducción del cangrejo rojo en las Marismas del Guadalquivir.
            Actualmente las “aguas han vuelto a su cauce” y los arroceros no han tenido más remedio que permitir la pesca de dicha especie -aún aceptando los daños que suponen para el arrozal- por una razón muy sencilla: ha supuesto una válvula de escape a la problemática social que se había planteado en la zona al dejar de ser el arroz un cultivo que daba gran cantidad de peonadas y convertirse en uno de los más tecnificados de España.
            Hoy el sector pesquero marismeño tiene sus esperanzas puestas en la denominada “acuicultura verde”, siendo la pionera en esta actividad la empresa HERBA, que en la finca “Veta de la Palma”, en la Isla Mayor, y con una extensión de 10.300 has., realiza importantes proyectos en este sentido, con el fin del “desarrollo social y económico de la zona, conservando las peculiaridades ecológicas, los valores naturales del entorno y el paisaje”. Queda también proyectado en esta zona el desarrollo de un futuro “turismo ecológico”, en consonancia siempre con la rica avifauna de estos parajes, y por el que están apostando todos los pueblos del entorno.
            Efectivamente, las aves han sido y siguen siendo un elemento dinamizador en estos humedales, aunque su función ha cambiado, pues si bien en tiempos pasados eran apetecidas para la caza, hoy, fundamentalmente, son objeto de investigación, seguimiento y observación.
            Las marismas, desde su formación, han venido constituyendo un privilegiado apeadero de aves migratorias que suben o bajan de las tierras del norte y centro de Europa a las selvas, ríos y pantanos de África. Con la llegada de los fríos a las estepas rusas o zonas heladas de Noruega, Suecia, Finlandia y centro Europa, estas aves huyen en formación de hasta 20.000 ejemplares en busca de lugares más cálidos, siendo una de las más espectaculares la de las ánades o patos reales, volando día y noche en perfecta formación triangular y alcanzando velocidades de hasta 90 kms./h. Pero, además de los patos reales, llegan más de un centenar de especies acuáticas: cigüeñas (algunas negras), grullas, porrones, cercetas, cigüeñelas, gaviotas, garzas reales, garcetas, flamencos, ánsares,etc., convirtiéndose la marisma en el mes de enero en un paraíso de aves (codornices, espátulas, espurgabueyes, garcillas, ...) que a finales de junio, con los primeros calores del verano, y siguiendo el riguroso ciclo de vida y de muerte, vuelven a la soledad de la tierra reseca y yerma.
            Desde muy antiguo tenemos noticias de este paraíso de la avifauna que han sido siempre las marismas. Así, el poeta sevillano Rodrigo Caro (1573-1647) las describía exaltando la riqueza de su paisaje, iniciando su relato con la imagen del Lomo Grullo y su gran bosque sobre la margen derecha del río, a ocho leguas de Sevilla. En este lugar, decía, “hay muchas resses y caza mayor y menor y se crían en él tantas y tan extraordinarias aves y nunca jamás vistas en otra parte de España que viene a ser de las cosas más raras de ella en este género”[3]. Y más adelante: “En la marisma se crían tantas, y tan extraordinarias aves que ni por nombres ni por señas son conocidas; y si no es viéndolas por primavera en sus nidos, nadie podría creer a los menores encarecimientos que se puedan hazer”[4]. Andrea Navajero (1526) también nos deja testimonios en este sentido: “... se halla un lugar pantanoso y cenagoso que llaman marisma, donde acude todo espacio de ave, que se van en su tiempo oportuno... Siguiendo el río de Sanlúcar hasta aquí (pasando por las ventas de Tarfia, Hurcada)...”[5]. Y algunos no se limitan a observar, sino que ya van preparados para la caza, como T. Williams (1680): “... Las orillas de ambos lados son bastante llanas, de modo que parecía que navegásemos por un canal... el río está cuvierto de aves de varias especies, y las especies llenas de avefrías y de innumerables vandadas de avutardas... disparé varias veces a estos pájaros...”[6].
            Las citas se harían interminables, pero creemos que son suficientes para poner de relieve la importancia que en el mundo marismeño ha tenido tradicionalmente la presencia de las aves, y que aún hoy, por suerte, conserva.  Y, finalmente, los pastos y el ganado. No hay lugar a dudas, que las hierbas y el ganado han sido los primeros aprovechamientos en estas enormes planicies.  La vegetación propia de estas tierras la constituyen, principalmente, el almajo dulce, el almajo salado y el sapillo. De las dos primeras se obtenía, desde tiempo inmemorial, el mazacote y la barrilla, cuyas cenizas eran utilizadas en la fabricación de jabón en las almonas trianeras; el resto se aprovechaba para pasto del ganado, y eran denominadas como “yerbas de las marismas”. Para aprovechar dichas yerbas, llegaban a estos marjales los ganados por el “camino real de la Ribera” que enlazaba las villas de San Juan de Aznalfarache, Gelves, Coria del Río y La Puebla junto a Coria. También había varios trazados de caminos sobre la margen izquierda del Guadalquivir, que desde Sevilla buscaban los pasos de barcas de Coria del Río o Puebla para dirigir los ganados hacia las Islas.  Igualmente, del Aljarafe desembocaban en la Isla Mayor algunos caminos como el del Mochachal, en el término de Bollullos de la Mitación; y los ganados extremeños también acudieron a ellas en busca de pastos  por una vía pecuaria, que partiendo de Extremadura, y siguiendo las rutas de Guadalcanal, Cantillana, ... llegaban a La Puebla junto a Coria, de donde por la Cañada Real o Vereda de Medellín, alcanzaban el Brazo de la Torre, final del camino, y donde se encontraban con la Barca de San Antón, única entrada a la Isla Mayor en la margen derecha del Guadalquivir.
            Por estas cañadas, veredas y caminos, arribaban a las marismas todo tipo de ganado (ovino, vacuno, yegüar, caballar, lanar y asnal). Concretamente, la Isla Mayor había sido, desde la repoblación del bajo Guadalquivir, el depósito de los ganados de la Ciudad y pueblos comuneros, ya que no existía otro lugar más adecuado en extensión y calidad de pastos en las cercanías  para acoger a las más de 4.000 cabezas de ganado yegüar y cerca de 6.000 cabezas de ganado vacuno que pastaban permanentemente en estas dehesas, llegando a albergar, en algunos momentos, más de 30.000 cabezas (1779) entre la Ciudad, pueblos comuneros y no comuneros.
            En este rápido balance, sólo nos queda constatar que los ganados que pastaban en la marisma gozaban también de amplias zonas encharcadas donde abrevar, como lucios o caños, además del curso envolvente del Guadalquivir y su afluente el Guadiamar.
            En la esquematización que acabamos de hacer de la importancia del agua en la marisma, me van a permitir, para terminar, una pequeña licencia imaginativa: creo que es imposible hablar de la marisma, de sus cambios, de sus aprovechamientos, de sus hombres, sin hablar del agua, elemento de donde ha surgido y omnipresente en toda ella; de tal modo que podemos decir que agua, aves, peces, pastos y ganado, son los fundamentos que han conformado tradicionalmente el paisaje marismeño. Es cierto que actualmente ha cambiado, pero el agua sigue siendo su aditamento esencial, y en ella se centran todas las polémicas que se plantean en la zona del entorno de Doñana.
           
          (NOTA: Artículo escrito hace ya bastantes años y rescatado a raíz de la inmensa –como lo es el terreno marismeño- fotografía que el otro día colgó en Facebbok Antonio Tomás Pineda y que adjunto. No he querido cambiar ni una coma –que lo podía haber hecho para actualizarlo- y lo he dejado tal cual. Perdonen, pues, algunas imprecisiones que se puedan preciar, debidas, fundamentalmente, al tiempo transcurrido desde su redacción).                                  



[1] Fernández Älvarez, Salvador (1947): Prosas de Vega y Marisma. págs. 136-137. Sevilla.
[2] Fernández Álvarez, Salvador: Op. cit. pag. 93.
[3] Rodrigo Caro (1634): Antigüedades y Principado de la ilustrísima ciudad de Sevilla y chorographia de su convento jurídico o antigua chancillería. Sevilla.
[4] Rodrigo Caro (1634): Op. cit.
[5] Navagero, Andrea (1718): “Viajeros por España y Francia”. Todas sus obras fueron publicadas póstumas y recogidas con el título Ópera Omnia. Citado por C. Granado Lorencio y Fernando Sancho Rayo. EQUIPO 28: El río, El Bajo Guadalquivir. Madrid. 1985. 
[6] Williams, T.: Citado por EQUIPO 28: op. cit.

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