VERANO II
Otro día pude escribir esto.
REFLEXIONES
DE UNA TARDE DE VERANO
Tarde de agosto. 18,45. Estoy
sentado, solo, frente al mar. Delante de mí cinco niños, de entre 6 y 9 años,
juegan a la pelota. Una sola portería, un solo portero, y todos intentando
traspasar, con sus tímidos tiros a puerta, los dos montones de arena que hacen
de imaginarios postes. Discusiones, peleas, arrrebatos infantiles: "ha
entrado", "no, ha pasado por encima del poste";
"penalti", "no, la mano ha sido fuera del área"; "los
nueve pasos", "el niño que tira", "nerviosismo".
Sus frágiles, endebles, pero sus incansables
cuerpos, no reposan ni un momento; llevan ya más de una hora correteando y no
dan síntoma alguno de agotamiento. Son felices, se les nota en sus gestos, en
su forma desenfrenada de aceptar el juego, en sus aspavientos y vitalidad que
demuestran al meter un gol; pero ellos no
son conscientes de la felicidad que les embarga: estar en una playa
durante quince días, un mes, quizás dos -la morenez de sus cuerpos denotan que
no son domingueros (además hoy es viernes)-, olvidados de la única preocupación
que les embarga en esas edades: la escuela, el maestro, el estudio, y , quizás,
también el "abandono" del estricto marcaje a que se ven sometidos por
sus padres durante el curso escolar.
En un momento determinado,
posiblemente cansados de la pelota, deciden volver al agua: se ponen todos en
fila y corren a ver quien llega el primero. Y siguen con sus juegos, con sus
saltos, con sus bromas (ahogadillas, echándose agua,...), sorteando las olas,
atravesándolas con sus flexibles cuerpos de niños, y sacándoles todo el partido
posible, sin ellos saberlo, a una tarde maravillosa de estío en una playa
cualquiera de un lugar cualquiera de esta piel de toro que se llama España.
¿Por qué, me asalta de pronto la
pregunta -y con un nudo en la garganta- no pueden todos los niños del mundo
disfrutar de esta manera? ¿Por qué no pueden conocer el mar, olvidarse durante
unos días de la monotonía de sus vidas, de sus, quizás, desgraciadas vidas?
¿Por qué razón no tienen todos las mismas oportunidades? ¿Cómo es posible que
seamos tan insensibles a todo ello? ¿Hasta qué punto de deshumanización ha
llegado este mundo que no quiere ver nada de lo que ocurre en su interior? ¿Por
qué sólo nos conformamos con hacer un gesto lastimoso mientras comemos y vemos,
vía televisión, escenas de raquíticos niños africanos o mutilados de la antigua
Yugoslavia?
Son ya las 21 horas. El Sol se va hundiendo tras el inmenso
mar azulado, mientras aún sus rayos se reflejan en sus aguas, produciendo un crepúsculo
maravilloso que me llena de una gran paz y sosiego, pero, a la vez, de
melancolía.
Los niños han desaparecido, la playa
va quedando solitaria, pues la brisa es cada vez más fresca, y sólo algunas
parejas, acurrucudas y ajenas a todo, aguantan. Yo hago lo mismo -aunque me
pongo la camisa-, pues no quiero perderme la que seguramente sea mi última
puesta de sol, por este año, frente al
mar. Sin embargo, y a pesar de esta
maravilla de la Naturaleza ,
noto un amargor de boca y me invade la tristeza.
Punta Umbria, finales de agosto de 2012
JOSÉ
MATÍAS GONZÁLEZ ARTEAGA
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