EL CANTO DE LA CIGARRA


El caló, la caló. Ni es el primer año que se da en nuestra Andalucía episodios  como el que estamos viviendo en estos días ni será el último Ya en 2004 tuvimos uno de ellos y lo recogí en las líneas que siguen. No sé si he dejado testimonio de ello en este medio. Por si acaso, lo comparto con todos vosotros.    


“EL CANTO DE LA CIGARRA”



                                                                                              Todo en esta vida,
                                                                                              hasta lo más intrascendente,
                                                                                              tiene su significado.


            La actual ola de calor que estamos soportando estos días en Andalucía no es la primera ni, por desgracia, será la última. Desde pequeño, y ya no soy ningún niño, recuerdo días como estos: fuego cayendo sobre nuestros pueblos que aparecen desolados, muertos, con sus calles desiertas, dando la impresión de enormes cementerios, pero en donde en sus tumbas –las casas- se vive un clima de agobio, desasosiego, irritabilidad, que hacen que los ánimos se encrespen.
            Momentos como estos son dignos de perpetuarlos en la retina y en imágenes para  el recuerdo. Así que, el 25 de julio, domingo y día de Santiago, en el que los termómetros superaron ampliamente, como se dice ahora, la “barrera psicológica” de los 40ºC, pertrechado con ropa ligera, gorra, máquina fotográfica y agua, me recorrí, a una hora intempestiva con la que estaba cayendo –sobre las 4 de la tarde- las calles,  las plazas y el “ruedo” de mi pueblo. Sólo pude percibir y captar imágenes fantasmales y unos campos secos, yermos, desolados y, sobre todo, silenciosos, un silencio sobrecogedor.
            Al pasar por un pastizal de rastrojos me detuve. El sol caía inmisericorde y el color amarillento de la rastrojera molestaba a la vista. En ese momento reparé en un sonido ensordecedor, intenso, que lo llenaba todo, pero que, paradójicamente, formaba parte de ese silencio; es más, lo hacía aún más patente e inquietante. Se trataba del tenaz e incesante “canto de la cigarra”, esos seres casi invisibles que se adueñan de nuestras tierras cuando ya los cereales de invierno han sido segados y el campo presenta ese aspecto ralo y sin vida.
            Las imágenes y los recuerdos comenzaron a rondar por mi mente; todos mis sentidos se abrieron de par en par, y me encontré de nuevo ante mi niñez, ante mi adolescencia, ante mi juventud, cuando el secano dominaba nuestros campos y el regadío aún no había hecho acto de presencia y era aún un desconocido.
Rememoré, pues, otros veranos, y reparé que el canto de la cigarra ha estado siempre en mi subconsciente como símbolo de los campos –y me atrevería a decir que de la vida- de la Andalucía más profunda, de esa Andalucía que en la canícula estival –por mor de las altas temperaturas y de noches insomnes- hace que sus gentes se transformen, se exciten, se crispen; que las mentes se emboten; que las pasiones se desaten; que aparezca la locura y que se llegue al crimen. –recuérdese la matanza en el cortijo  “Los Galindos”, aún no aclarado-.
El canto de la cigarra se me representa, pues, como silencio lujurioso y anunciador de tragedias, y me trae a la memoria obras como las de García Lorca –“Bodas de sangre” o “La casa de Bernarda Alba”-, en las que el gran Federico supo captar, de forma tan auténtica, la idiosincrasia de nuestro pueblo y hasta adónde pueden llevar las bajas pasiones  en los campos y pueblos de esta Andalucía la Baja, cuando arrecia el calor y nubla nuestras mentes.
Porque Andalucía es bella y acogedora; su clima es “benigno” y extraordinario; tiene mucho que ofrecer: desde sus playas, sus sierras y sus valles, hasta sus monumentos y su gastronomía. Pero, en el fondo –y como ya entrevieron algunos viajeros extranjeros que merodearon por aquí en el siglo XIX- es una tierra dura, apasionada, inclemente a veces, donde el “canto de la cigarra” exaspera y saca a la superficie los instintos más atávicos del hombre.

                                                           La Puebla del Río, a 28 de julio de 2004
                                                                      
 
        José Matías González Arteaga

  



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