EL RÍO



Hace unas horas se ha producido el solsticio de verano (el día más largo del años y la noche más corta; desde mañana ya comienzan a acortarse los días y a alargarse las noches), y con él vuelvo a la nostalgia y al atractivo recuerdo de nuestro río, de sus aguas de sus mareas, de nuestros baños –diurnos y nocturnos-, y caigo que ese Guadalquivir inmenso están mis raíces y, espero, mi final. Tan es todo así que, hace ya hace unos años escribí sobre todo ello, y que denominé mis reflexiones con un nombre que no podía ser otro que”EL RÍO”. Que lo leáis y os lleve a sentir las mismas sensaciones que yo al escribirlo.


                                                               EL RÍO

            Tartessos, Betis, Guadi-Alquivir, Guadalquivir. Nombres míticos, históricos, familiares para la gente de La Puebla, que sabe de la existencia de embarcaciones fenicias, griegas, romanas, normandas y musulmanas surcando las aguas del “río grande”; y cómo  ya, en el siglo XV, una vez descubierto el nuevo continente, vieron los galeones  que bajaban y subían constantemente con destino a Sevilla y América. 
            El Guadalquivir ha estado siempre en la mente y en la retina de los cigarreros. Y somos conscientes que en él está el origen de nuestro pueblo, a él le debemos nuestra existencia, ya que, como hemos visto en la breve introducción histórica[1], fue creada por el Rey Sabio como fortaleza defensiva contra los musulmanes allá por el siglo XIII. Tenemos muchas incógnitas sobre la posterior evolución de nuestro pueblo, como ha quedado expuesto más arriba, pero lo que es indudable es que su origen está ahí, en las aguas del antiguo Betis, como muy bien ha captado un inquieto cigarrero/a que, con el seudónimo “Chus Molero”,  dejó publicado en la revista “El Sabio Alfonso (Diez folios para el debate cultural)” (número 17, mayo de 2004) que edita la Asociación La Guardia, nacida para velar por la conservación del patrimonio cultural de esta antigua villa[2]:
                                  
Naciste en la Cañada de Agua Fría,
                                   en Sierra de Cazorla, vigoroso,
                                   estrecho y bravo, entre un bosque frondoso,
                                   llegando tranquilo a Bajo Guía.
                                   Te han dado nombres diversos, Tartessos,
                                   Certim y Circem para los arcanos,
                                   y Baetis te llamaron los romanos,
                                   Guadi-Alquivir el moro dejó impreso.
                                   Tu colaboración fue sustancial
                                   para la formación de nuestra comarca;
                                   con América fuiste esencial
                                   pues tus aguas tuvieron el carisma
                                   de henchir del reino de Castilla el arca.

            Sin embargo, nuestro río no ha seguido siempre el trazado que actualmente presenta, sino que, a través de su milenaria historia, el cauce ha sufrido una serie de correcciones, desde finales del siglo XVIII, que han recortado en unos 50 kilómetros la distancia entre  Sevilla y Sanlúcar de Barrameda, gracias a la realización  de siete “cortas”, dos de las cuales –la de los Olivillos y la de la Isleta- están en el término de La Puebla, y que son las últimas realizadas –en los años setenta del siglo pasado- (ver fotos). Ello ha mejorado sensiblemente el estado que presentaba su cauce a finales del XVIII y principios del XIX cuando las condiciones se volvieron realmente desastrosas, como lo testifican las quejas cada vez más frecuentes en el curso de esos siglos. En 1794, la situación queda reflejada en una petición de los pilotos y prácticos de la ría, quienes notifican la imposibilidad para los navíos de proseguir su ruta en el río aguas arriba de La Costumbre sin alijar dos veces debido a la presencia de bajos infranqueables. El Informe decía así:

                        “…que todas las embarcaciones de mayor porte que entran
                        en los fondeaderos de Sanlúcar de Barrameda tienen un
                        fondo suficientísimo para subir por el mismo río, como lo
                        hacen, hasta el sitio que llaman La Costumbre, en que se
                        practica el primer alijo, porque a poco trecho después
                        principian los bajos, como el de la Ermita, el del Mármol,
                        el de la Saria y el de la Venta de la Negra… Que como desde
                        este punto vuelve el río a perder alguna parte de su anterior
                        fondo, se hace en él y en la Venta de la Negra el segundo
                        alijo; que a estos bajos se siguen el nombrado Casas Reales,
                        el de la Higuera, punta de la isla de Hernando y el de antes
                        de Coria…. (y) se hace en Coria el tercer alijo… Que al bajo
                        de la Torre de los Herveros… le siguen los del Copero y punta
                        del Verde y, finalmente… concluyen los bajos en el de la Pita”[3]
                          

Las causas de dicha rectificación aparecen ya en el último tercio del siglo XVI, cuando la Casa de Contratación expresa las dificultades con las que se enfrentaban los navíos para navegar en el Bajo Guadalquivir, obstáculos que debían superar entre la Horcada (confluencia del Brazo del Este y del Brazo de Enmedio) y el puerto de Sevilla, provocados por la inestabilidad de los canales y de los “bajos”. Todo ello se vio agravado en el siglo XVII como consecuencia de la sucesión de una serie de avenidas importantes entre 1587 y 1650 y por el aumento de tonelaje y calado de los navíos.
Pero cuando las condiciones se volvieron realmente desastrosas fue en el XVIII, en que queda evidente la imposibilidad de los navíos de llegar a Sevilla sin alijar dos veces (en La Costumbre y en la Venta) debido a la presencia de bajos casi infranqueables.
Lo anterior se ve agravado por los peligros para la navegación de la barra de Sanlúcar, lo que origina un proyecto de unión del Guadalquivir con el Guadalete a través de un canal con el fin de evitar el franqueo de esta barra; proyecto que aprobado por Felipe III en 1613, fue bloqueado en 1620 y, más tarde, en 1624, por el Duque de Medina Sidonia, preocupado por preservar los privilegios de su puerto de Sanlúcar de Barrameda. Aunque en dos ocasiones (1640 y 1688) se intentó mejorar el canal de la barra, lo cierto es que en 1691 la situación había empeorado aún más y lo poco conseguido en el último intento fue destruido por la erosión.
Se llega, pues, a la primera mitad del siglo XVIII, cuando ya el Bajo Guadalquivir había perdido el monopolio en beneficio de Cádiz. A partir de entonces comienzan a aparecer los primeros proyectos de cortas y meandros, con una doble finalidad: facilitar la navegación desde el puerto de Sevilla hasta el mar rectificando el cauce del río y evitar las inundaciones en la ciudad de Sevilla.
Así, en 1795, y a la altura de Coria del Río, aparece la primera corta: la Corta del Torno de Merlina.   La Compañía de Navegación del Guadalquivir se impone la tarea,






años más tarde, de mejorar el tráfico  del Bajo Guadalquivir, para lo cual recorta el meandro del Borrego (o de Casas Reales) por medio de la corta Fernandina, en 1815 (ver plano adjunto) . En 1852, el Estado se hizo cargo de las obras de modificación y mantenimiento del Bajo Guadalquivir, realizándose en 1888 la corta de los Jerónimos por la Junta de Obras –había sido fundada en 1872-, con la consecuencia morfológica de que la  Isla Mínima, inserta dentro de la Isla Menor, pasa a formar parte de la Isla Mayor. De 1909 a 1916 se realiza la corta de Tablada o canal de Alfonso XIII, inaugurado en 1926, y que hoy sirve de acceso al puerto de Sevilla, formando la “ría del Guadalquivir”. En el año 1927 se aprobó un nuevo Plan General de Obras -cuya aplicación se retrasó bastante por circunstancias políticas- que tenía como uno de sus objetivos esenciales la apertura de un nuevo cauce del Guadalquivir al Oeste de Sevilla, a fin de defender mejor la ciudad de las inundaciones. Interrumpidas en 1933, las obras fueron reanudadas en 1946 y acabadas en 1950. Desde entonces se realizó, entre 1962-64, la corta de la Punta del Verde y se emprendieron grandes obras en el marco del proyecto del Canal Sevilla-Bonanza, basado en un proyecto de Canuto Carroza de1859, consistente en abrir un canal de unos 60 metros de ancho y de 68 kms de largo en la orilla izquierda del río. Las cortas de los Olivillos (1971) y de la Isleta (1972) supusieron la primera etapa de la fase inicial del proyecto, con la desviación del Guadaíra por medio de un canal de 22 kms de largo y con el inicio de las obras del canal para la navegación. Por otra parte, para facilitar el paso de la Broa de Sanlúcar, se creó, en 1971, un nuevo canal de una longitud de 4,36 kms y de un ancho medio de 100 m, con una prolongación de 2,22 kms y ensanchado de 60 m. Todas estas modificaciones se completan con dragados continuos para la conservación del cauce y en obras para la protección de las orillas.
En síntesis, la corrección del cauce del Guadalquivir redujo en 48,6 kms la distancia entre el puerto de Sevilla y el mar; supuso modificaciones importantes en el comportamiento de la marea y en el flujo fluvial; el estuario quedó casi rectilíneo; la concentración del caudal de marea en un canal único contribuyó al incremento de la subida del mar; y la fijación de cortas creó aceleraciones locales de la corriente de mareas favorables a esta evolución. Así, la corta de los Jerónimos incrementó la subida del mar en Sevilla de 1,76 m en 1870 a 2,05 m a finales de ese siglo. La amplitud se dobló en menos de dos siglos y, como señala Vanney, se trató de una verdadera reconquista de la función del estuario.
Las cortas concentraron, en general, el flujo de las avenidas en un brazo central bordeado de diques, con excepción de su paso por la Isla Menor, lo que impidió al río su tendencia a formar de nuevo sus antiguos meandros durante las grandes inundaciones. La aceleración de la expansión de las aguas aumentó los caudales máximos, pero la reducción de la sección inundable en las Marismas ha mantenido los niveles de agua. Este mejor vaciado de las avenidas ha aumentado notablemente la potencia erosiva del río, obstaculizando el nacimiento y el desarrollo de los bajos. No obstante, son necesarios dragados continuos para evitar su renacimiento o migración. Por otro lado, los riesgos a los que se exponía Sevilla a consecuencia de fuertes avenidas disminuyeron, debido al desplazamiento de las confluencias peligrosas hacia el sur, como la del Guadaíra.
Como consecuencia de todo lo expuesto, la modificación por el hombre del cauce del Bajo Guadalquivir apartó gran parte de las Marismas de las inundaciones marina y fluvial; hizo perder a los Brazos de la Torre y del Este sus funciones originarias y modificaba así de forma considerable la hidrología de la llanura palustre.
           De ello se deduce que, salvo el cauce canalizado, el resto de las marismas ya no se beneficia casi de las aportaciones de sedimentos en suspensión del Guadalquivir (26 m3 para un año mediano), lo que disminuyó sensiblemente su índice de sedimentación. Por último, los efectos de esta evolución se vieron aumentados por el control del flujo obtenido por la construcción de presas en el río, aguas arriba de Sevilla, en particular en los afluentes de Sierra Morena y, más raramente, en las béticas, lo que ha provocado la atenuación de las puntas y de los estiajes en un año medio.

Pero al río no sólo  le debemos el que haya sido nuestro origen, -como exponíamos antes de hacer este inciso sobre la modificación de su cauce- sino que, además, nos ha marcado, está omnipresente en todas nuestras manifestaciones, y nos atrevemos a afirmar que han conformado nuestra forma de ser, lo que ha dado lugar a que los “cigarreros” –desde siempre- nos hayamos identificado  con  nuestro  río  y  hayamos  puesto nuestras miradas en él, como muy bien nos lo ha expresado nuestro más reciente poeta local, Martín Vega Sanz, en una de las muchas poesías que le ha dedicado a La Puebla y al río:


                                   “Porque no quieres morir
                                   te abrazas a la cintura
                                   de La Puebla, que en clausura
                                    vive mirándose en ti,
                                   pero tienes que seguir
                                   y buscar la sepultura
                                   que te prepara en su hondura
                                   el mar, que será tu fin”.


            Y nos miramos en él, entre otras razones porque no tenemos más remedio, ya que desde cualquier punto de este Cerro lo tenemos siempre presente: lo llevamos dentro, es algo nuestro, tan nuestro que no hemos descansado hasta añadírselo, como topónimo, al antiguo nombre: así, de La Guardia, pasamos a denominarla Puebla de Coria, Puebla junto a Coria, hasta conseguir llamarla La Puebla del “Río”.   
            De nuevo acudimos a la poesía para dejar sentado lo anterior, ahora de la mano del cigarrero que quizás más veces lo haya cantado, D. Salvador Fernández Álvarez:

                                   “Una estampa en canción quiero ofrecerte
                                   río Guadalquivir, porque eres río
                                   tan ligado a mi vida que eres mío
                                   en tu nacer lo mismo que en tu muerte.
                                   He movido recuerdos para verte;
                                   letanía de coplas; griterío
                                   de luz en perlas que cuajó el rocío
                                   del amor, porque en lágrimas se vierte.
                                   Pero toda tu historia y tu leyenda
                                   es Sol y Luna de ilusión lograda.
                                   ¡Guadalquivir!, caballo que sin rienda
                                   es señor de una brújula dorada
                                   que lo lleva a dormir sobre la senda
                                   del mar que se le brinda en almohada”.

            Está, pues presente, en nuestras fiestas, en nuestra cultura, en nuestra economía, en nuestro ocio. ¿Se puede concebir el Corpus o la cabalgata de Reyes Magos sin la presencia del río? Si alguien lo duda, que lea estos versos de un cigarrero de principios de la década de los sesenta:
                                  

En honor al Corpus Christi
Puebla del Río está en fiesta.
El pueblo se ha desbordado
de sonrisas que se entregan
sobre un campo de marismas,
campo de jacas toreras
con el viento por jinete
y con caireles de estrellas.
El río Guadalquivir
ronda que ronda a la Puebla,
y embelesado en sus aguas
se duerme en sus riberas,
riberas de un verde río
andaluz por excelencia.

Puebla del Río se adorna

con sus vestidos de feria,
porque si Puebla es del Río
el río también es de Puebla.
Por eso como un galán
a sus aventuras se acerca,
y recoge en sus entrañas
la sonrisa y la belleza
de sus mujeres que ríen,
de sus mujeres que sueñan,
y la paz que se desprende
de la torre de su iglesia.
Cuando llegue el río al mar
con sus ilusiones nuevas,
y las olas le pregunten,
sólo dará esta respuesta:
En honor al Corpus Christi
Puebla del Río está en fiesta.


Y ¿qué cigarrero con una cierta sensibilidad y dotes no ha escrito, pintado, esculpido, pensado, en una palabra, creado, teniendo presente el río?; ¿por qué “El Grande” para la Exposición de pintura de Las Palmillas ha escogido ese lugar privilegiado junto al río?; ¿por qué hasta los años sesenta el lugar de ocio por excelencia de la gente de La Puebla era, sobre todo durante el descanso veraniego, el río?; ¿quién no recuerda el baño en sus aguas, las cucañas o la pesca de patos durante las fiestas del Corpus?; ¿quién no se sabía de memoria el horario de sus mareas?; por último, ¿cuántas familias no  les deben  el haber sido, tradicionalmente, su sustento? Tanto es así, tan presente ha estado en nuestro pueblo que el río era, durante el verano, nuestro lugar de ocio por excelencia, que ya las “Ordenanzas Municipales de La Puebla junto a Coria” de una fecha tan temprana como 1888, recogían normas para regular los “Baños públicos”, en el Capítulo V, y que, por su curiosidad, reproducimos enteramente:
           
            “Art.144. La temporada de baños en el río durará desde el 14 de julio al 8 de septiembre.
            Art. 145. Por la Alcaldía serán señalados los sitios donde con independencia han de bañarse los hombres y las mujeres.
            Art. 146. No será permitido se bañen los niños más que yendo acompañados de personas mayores capaces de custodiarlos, y siempre sólo en el lugar destinado a los de su sexo.
            Art. 147.Queda prohibida toda clase de juegos y alboroto dentro del agua, como también cualquier dicho o hecho ofensivo a la moral.
            Art. 148. Todo bañista usará, según sexo, del traje que la decencia aconseja.
            Los contraventores a cualquiera de los artículos anteriores incurrirán en la multa de 2 a 10 pesetas.

            Creemos, pues, que no tienen desperdicio.  

            Quisiéramos ahora intentar demostrar un equívoco que hemos mantenido respecto a la tarea que ha jugado La Puebla con respecto al río. Siempre se ha creído que nuestro pueblo ha vivido de espaldas al padre Betis y que nunca ha jugado un papel importante relacionado con él. Pues bien, en las últimas investigaciones que estamos llevando a cabo existen indicios de que no ha sido así, sino todo lo contrario. Resulta, que ya desde que comenzaron a surcar sus aguas aquellas carabelas y galeones que iban y venían de América y se instaló en  Sevilla la Casa de Contratación (siglo XVI), la antigua Guardia comenzó  a jugar una función primordial, al instalarse en ella el único puerto entre Sevilla y Sanlúcar, como lo indican las fuentes consultadas. Las primeras noticias nos las  proporciona el Catastro de Ensenada, que en sus Respuestas Generales, de 1751, nos dice, al responder a la pregunta 32, que “existen habitando en el pueblo un cabo, un teniente, un escribano, un patrón y cuatro marineros de la Barqueta de Aduanas, que ganan de sueldo 19.917 reales de vellón y 17 maravedíes anuales”. Igualmente, continúa la respuesta, “existen un Juez de Marina que goza de sueldo 3.000 reales de vellón anuales y un teniente de Capitán de Puerto que utilizará (sic) 100 reales de vellón anuales”[4].
            Unos años más tarde, en 1785, Tomás López, en su Diccionario nos dice que “La villa de la Puebla junto a Coria, su pie baña el río Guadalquivir y es puerto principal en él”. Más adelante apunta: “Hay en este puerto un muelle de piedra muy antiguo, pero poco cuidado y así casi destruido. Hay una regular casa de resguardo de Ventas Reales, de aduana y tabaco, con barco y bote, un cabo, un teniente, escribano, cuatro guardas, un patrón y seis marineros. Hay un comisario de Marina en quien reside la jurisdicción de mar para cuanto ocurre en las embarcaciones nacionales y con toda la gente de mar matriculada para armada y arsenales”[5]. Es indudable, pues, el importante papel que aún jugaba el puerto de la Puebla, a pesar de que hacía ya cerca de 70 años que la Casa de Contratación se había trasladado a Cádiz (lo hizo en 1717).
            Desechemos, por tanto, esa idea del escaso protagonismo que ha tenido nuestro pueblo con respecto al río.
Cosa distinta es su utilización y aprovechamiento, pues hay que reconocer que   La Puebla no ha vivido tan intensamente del río como la vecina Coria, ya que nuestro pueblo ha sido tradicionalmente un pueblo agrícola y ganadero, gracias a la extensión y riqueza de su término[6]. A pesar de ello, no hay que obviar que, aún así, ha habido siempre una serie de hombres que, quizás, por vivir en sus mismas orillas, se han identificado de tal manera con él que no han querido vivir de otra manera, que han dedicado toda su vida a sacarle de sus entrañas el fruto con el que poder mantener a sus familias, que no se plantearon nunca el vivir de otra manera, que no pensaron jamás en traicionar su vocación ribereña. Entre ellos queremos recordar –espero que no se nos escape ninguno- a los Cuqui, Cantillana, Pantomina, Carrasco, Conde, Churri, Capitán, Faele, el Silva (el mejor camaronero del entorno), y otros tantos, que con sus barcos recorrían sus aguas en busca del sustento diario, como muy bien ha sido capaz de captar Chus Molero:

                                   “Punta del Muelle, madera, “Barqueta”,
                                   barca del Cuqui, trinquete, rezones,
                                   olor a redes, pesca, armazones,
                                   que bajaban más allá de la “Isleta”,
                                   para agenciarse con alguna treta
                                   albures, sábalos y camarones,
                                   y aumentar en algo la escasa dieta.
                                   Baños nostálgicos a media noche,
                                   adolescencia, divina amistad,
                                   largas conversaciones sin reproche
                                   que hacían que fuese nuestra existencia
                                   remanso de paz y tranquilidad,
                                   y de una inevitable confidencia”.

            Como vemos, el cigarrero, ha tenido en el río un padre, un hermano, un amigo, con el que ha charlado, ha intimado, se ha sincerado, y del que ha aprendido:

                                   “¡Oh, Guadalquivir!, has sido testigo
                                   de mis recuerdos, de mis correrías,
                                   dando rienda suelta a mis fantasías,
                                    por lo que siempre te llevé conmigo.   
                                   Me enseñaste muchas cosas en tu huída:
                                   a nadar, a ser cauto, tus mareas;
                                   me llenaste la cabeza de ideas
                                   y del sentimiento altruista de la vida.
                                   Retengo el recuerdo de tus olores,
                                   el de tu murmullo y de tu silencio,
                                   junto a tus inolvidables sabores;
                                   y me da escalofríos insistir
                                   en aquellos momentos admirables
                                   que no se volverán a repetir”.

Y cuando llegaba el verano - tiempo de ocio y de descanso-, el cigarrero ponía su mirada en sus aguas: aguas limpias, claras, transparentes, refrescantes, libres de contaminación, aguas sin ningún tipo de prejuicios –aunque a veces traicioneras, pues ¡a cuantos amigos y conocidos se  llevó!; pero ¿qué padre no se enfada alguna vez y castiga a sus hijos?-; y esas aguas nos envolvían, nos contagiaban  su independencia, su libertad, en aquellos años difíciles y oscuros, en los que el veraneo junto al mar sólo era privilegio de unos pocos, mientras que el resto nos teníamos que conformar -¡bendita conformidad!- con bajar hasta sus amplias y sombrías orillas, y jugar, nadar, retozar, para una vez cansados, destrozados por el esfuerzo, descansar bajo la  vegetación que hasta ella –la orilla- llegaba. ¿Cómo se pueden olvidar aquellos días mágicos y maravillosos pasados con toda la familia en “nuestro” río?

¿Y qué cigarrero no retiene aún en su pituitaria aquel olor penetrante, característico y diferente de río que los delataba ante sus padres (siempre temerosos de sus aguas traicioneras) de dónde veníamos?  Y junto al olor, quedan imágenes imborrables de lugares comunes que aún están en el recuerdo: las “Mimbres”-con su “Caño Grande” y su “Caño Chico” (el de Cobano)-, el “Muelle”, el “árbol de Cristóbal”, y tantos otros. Nada mejor para rememorarlos que recurrir de nuevo a los sonetos de Chus Molero, que tan acertadamente reproduce  el sentir de todos aquellos que rondan, o han pasado  ya la barrera –peligrosa barrera- de los sesenta. Así nos describe las “Mimbres” y el “Árbol de Cristóbal”.
                         
                                             “Las Mimbres”

                        Recuerdos de huertas, huertos, pinares,
                        de álamos blancos y de eucaliptares,
                        de nuestras “Mimbres”,lugar sin igual,
                        cubiertas por tarajal y mimbral,
                        donde de niños hacíamos razias
                        hacia el “Caño Grande”, con gran audacia,
                        o por el “Caño Chico”, el de “Cobano”,
                        recoleto, íntimo, más cercano.
                        De juegos, osadía, desenfrenos
                        y libertad, en veranos serenos
                        repletos de una especial maravilla.
                        Eran otros tiempos en el “mimbral”,
                        de cuando era la playa de Sevilla,
                        el veraneo de la capital.

                                   “Árbol de Cristóbal”

                        Árbol de Cristóbal, álamo blanco,
                        -con gran sombra-, mimbrales y tarajes,
                        paraíso terrenal aún salvaje,
                        paraje natural, un puerto franco.
                        Domingo de paellas, Baldomero,
                        bueno, ingenioso, abierto, cantaor,
                        al “gordo” de “Cachola” me refiero;
                        ya nunca nadie ha guisado mejor.
                        El singular “Goma” se adelantaba,
                        dormía esa noche bajo las estrellas
                        tras ese álamo que lo cobijaba.
                        Días de júbilo, angelical,
                        juego, deleite, contento, placer,
                        almuerzo y siesta en el tarayal.


Porque, efectivamente, estar en las “Mimbres” o en el “Árbol de Cristóbal” era –visto ahora con la  perspectiva que dan los años transcurridos, y soñando aún en sus características paisajísticas- estar en el paraíso, en otro mundo, en un pedazo de naturaleza completamente virgen, viva, y en la que el hombre aún no había descubierto esa  maldita palabra: especulación.

El río, pues, ha supuesto siempre el punto de mira de todo cigarrero desde que empezaba a tener uso de razón: ha sido su alfa y omega (el principio y el fin), pues al igual que se creía que no se era hombre hasta que se fumaba el primer pitillo (¡ese hoy denostado y perseguido cigarrillo de tabaco!- sí, de tabaco, pues antes de ello se hacía con el de matalauva-, siendo ese cambio lo que marcaba el paso de niño a “hombre”), el niño dejaba de ser menos niño cuando conseguía que sus padres le dejasen ir solo al río o era capaz de escaparse y hacerlo a escondidas. El río, pues, lo miremos como lo miremos, ha jugado un papel trascendental en la vida de nuestro pueblo.
           
Sin embargo, no éramos sólo los cigarreros   los que nos acercábamos a sus aguas, sino que las “Mimbres”, en particular, se convirtieron en lugar de atracción y recreo para los sevillanos, que invadían el pueblo los domingos y días de fiesta (especialmente el “18 de julio” o el “día de Santiago” –éste con su “botamento”- en que familias enteras se venían en el tranvía la noche antes para poder “coger un árbol” que les resguardase del inmisericorde sol) dándole  gran ambiente y vida.            
Desgraciadamente, todo eso hace ya más de cuarenta años que se perdió, que desapareció, como consecuencia del progreso (industrialización y contaminación)-¡maldito progreso!-, y, como decíamos antes, por la especulación y la mano del hombre.  Chus Molero denuncia con gran sensibilidad lo que acabamos de apuntar, y, de nuevo, nos incita a no olvidar, con unos versos que, bajo el título de “AMARGA NOSTALGIA”, publicaba en el número 15 –mayo de 2003- de la revista ya aludida.

                               

                                    
            Calle Betis, “Palmillas”,
                                    escarpe, atalaya del Guadalquivir,
                                    desde donde se divisa
                                    un río cada vez más amenazado
                                    por desagües y terrenos de arrozales cultivados,
escombreras, despojos e instalaciones,
que ponen en evidencia su naturaleza frágil.

Nostalgia de aguas limpias,
de pesca, de pescadores, de redes,
de muelle, barcos de vela y de trinquetes,
de olores, sabores y de esencias sensitivas.

Recuerdo de huertas, huertos, pinares,
alameda de álamos blancos y eucaliptares;
pero, sobre todo, de nuestras “Mimbres”:
paraje natural, agreste y salvaje,
cubierto por el tarayal y el mimbral,
donde  niños y adolescentes
nos atrevíamos a hacer razias con heroicidad.

De baños a escondidas en sus aguas,
de juegos, osadía, desenfreno, libertad;
en el “Caño Grande”, en su amplia playa
en marea baja, o en el “Caño Chico”,
el de Cobano, recoleto, íntimo, comunicativo.

Añoranza de otros tiempos en el “mimbral”,
de cuando era la “playa” de Sevilla, la ciudad;
de avalancha de gentes en el tranvía
para coger un buen lugar;
de pasiones ocultas en el tarayal
y de riñas y peleas del hombre de pueblo con el de ciudad.

De gentío por la calle Larga,
de venta de pan de pueblo,
de agua en búcaros y cántaras
y de primeros chiringuitos (“sombrajos”)
como presagio de lo moderno. 

De día de Santiago, de botamento,
de marea alta, de espigones ocultos,
de peligro, de río traicionero, que pide su tributo
y se lo cobra: ¡las campanas tocan a muerto!

Río, playas, agua limpia, peces,
redes, barcos, muelle, pescadores,
alamedas, tarajales, mimbrales,
¿dónde estáis, dónde os ocultáis?,
¿o bien es cosa del hombre inconsciente
que os ha hecho desaparecer salvajemente?

Deberíais estar tristes, molestos, aquejadumbrados,
                                   pues  este pueblo ingrato, callado,
no os echa de menos, no recuerda ya
que está en deuda con ustedes
por los buenos momentos que le hicisteis pasar,
ofreciéndole unos fugaces placeres
en años de dictadura, hambre y austeridad.

Esa ha sido la historia de nuestro río; así ha evolucionado, así lo hemos vivido, así lo hemos disfrutado y así lo hemos perdido. Esperemos que algún día los andaluces, los sevillanos, los cigarreros, seamos capaces de reaccionar y de recuperarlo.

Creo interesante –y oportuno- cerrar este apartado sobre el RÍO con un epílogo en forma de poema que compuso nuestro paisano Salvador Fernández Álvarez con motivo de la fiesta-homenaje que anualmente le dedica Sanlúcar de Barrameda a nuestro río, y que fue leído por él personalmente en dicha ciudad en el verano de 1955. Lo tituló MENSAJE, y, efectivamente, es un singular canto a nuestra tierra (de Sanlúcar, del río, de las Marismas y de todo lo que La Puebla ofrece a la Baja Andalucía, dándole unas características y un sello propio) que todo cigarrero debe conocer y difundir. Dice así:

                     I

Puebla del Río a Sanlúcar,
trae un mensaje campero;
pobre, de palabras pobres,
pero rico en sentimientos.

¡Sanlúcar!...¡El santo y seña
de los rumbos marineros!
¡Telón de fondo en Oñana!
¡Alfombras delos esteros!

Otoños con luz penumbra;
alborotos de silencio.
Pascuas que nos son pascuales,
porque las cine el invierno;
y, después, la primavera;
floraciones en los huertos,
y entre los rizos del agua,
la firma de los veleros.
Estíos blancos de espumas,
olas y risas en juego.

Sanlúcar, con abanicos
de brisas que son viento
avienta sal en regalo
a sus hermanos Los Puertos.

Canción de la manzanilla,
que en bota es sol y fuego
y en la caña y la venencia,
pozo y río de misterios.

Agujas de torres altas,
con punzones en el cielo,
que ensartan sartas de estrellas
y estremecidos salterios.

¡Virgen de la Caridad,
tu lámpara siempre ardiendo;
¡Ay! cómo sueñan contigo
en el mar los marineros...! 

La Puebla, mira hacia abajo;
confines de mar y cielo;
espumas con luz de estrellas,
estrellas de espuma y verso .

En la distancia Sanlúcar,
y el Guadalquivir muriendo;
sus aguas en la agonía
ensayan el dulce dejo,
de “playeras” en la playa
y “alegrías” mar adentro.

El Guadalquivir no muere,
y en el mar se va durmiendo;
por eso La Puebla envía
en la bandeja del verso,
a la ciudad de Sanlúcar,
este mensaje campero.  

               II

...Hermanos en río y en sol;
en mi romance te ofrezco,
estampas de hombres cabales,
que junto al río nacieron.
De mis vegas, la abundancia;
de mis montes, el romero;
la inmaculada blancura,
de azahares en mis huertos;
rumores de mis olivos,
-plata en el iris del viento-;
de mis pinos, oleaje;
mis bayuncos sombrajeros;
de mis islas, el tesoro;
de mis lucios, el espejo;
la yesca y el dilabón;
la escopeta de un “patero”;
retratos de cigüeñales;
de mis trigos, el pan tierno;
de mis cortijos, la gracia;
que no copian arquitectos;
de mis sombrajos, la sombra;
de mis “jatos”, el silencio.
Chivatas   de mis pastores;
las “jondas” de mis vaqueros;
las garrochas inflexibles
de mis caballistas recios,
y entre el caminar pausado,
un repique de cencerros.
Un jabardillo de alondras,
el mejor galgo lebrero;
relinchos, de mis caballos;
balidos, de mis corderos;
de mis patos, el graznido;
de mis toros, reburdeo...
Y en mi delirio rumboso,
pido y me prestan los cielos,
soles de rojo encendido;
lunas de rayos morenos...

En el mensaje a Sanlúcar,
viene escondido un pañuelo,
como aquel que hizo famoso,
la novia de aquel torero.
En cada pico una estrella,
y el Guadalquivir en medio;
en él La Puebla ha volcado,
su corazón todo entero...

¡Virgen de la Caridad,
tu lámpara siempre ardiendo;
¡Ay! cómo sueñan contigo,
en el mar los marineros...!



[1] El lector observará que este apartado lo exponemos en primera persona (plural mayestático); pero es que nos es imposible abordarlo de otra manera como consecuencia de nuestra identificación con nuestro río y la debilidad que sentimos por él.
[2] A partir de este momento, cada vez que insertemos algunos versos de esta persona nos referiremos con el seudónimo con que los ha firmado –“Chus Molero”- y el número de la revista en que lo ha hecho, pues se le han publicado en dos, si mal no recordamos.
[3] Ver Menanteau, L. (1984): “Evolución histórica y consecuencias morfológicas de la intervención humana en las zonas húmedas: El caso de las marismas del Guadalquivir”, en Las zonas húmedas en Andalucía, Monografía de la Dirección General de Medio Ambiente. MOPU. 
[4] Respuestas Generales de la villa de la Puebla junto a Coria. Archivo de Protocolos. Sevilla.
[5] López, Tomás: Diccionario Geográfico de Andalucía: Sevilla. Editorial Don Quijote. Sevilla, 1989.
[6] Coria y La Puebla parece, por lo expuesto, que se repartieron las funciones derivadas de su carácter ribereño. Coria se dedicaba más al comercio, a la pesca y a la carpintería de ribera. La Puebla, como último puerto del Guadalquivir antes de su desembocadura en Sanlúcar de Barrameda y como primer puerto interior en el tráfico  de entrada, se reservaba las funciones derivadas de la administración de Marina y Aduana, articulando la conexión entre Sevilla y el litoral.     

Comentarios

Entradas populares de este blog

LAS MARISMAS DEL GUADALQUIVIR

HERBA