LA SINGULARIDAD DEL HOMBRE MARISMEÑO

"La marisma está formada por el abrazo de ríos y la amistad por un abrazo de sentimientos" nos decía en una dedicatoria de un libro que se llama Narraciones Camperas. Te vamos a echar mucho de menos tus amigos y la marisma, Maestro. A Ángel Peralta Pineda, una de las personas mas apasionantes que he conocido en mi vida. Torero, poeta, animalista y caballero. Las marismas de Guadalquivir recogen hoy a uno de sus mejores defensores.



  LA SINGULARIDAD DEL HOMBRE MARISMEÑO

                                      “Yo no sé si lo que quiero decir se va a entender con claridad.
                                       Pero quiero decir que Doñana
                                       no sólo son los pájaros y el lince y el enebro,
                                       no es un paraíso ajeno al hombre de Doñana;
                                       quiero decir que Doñana es el hombre también.
                                       Que Doñana es también su gente,
                                       gente de la marisma, de los arrozales, del campo,...
                                       y que mucha de esa gente no tiene lo que debiera”.

                                                           (Alfonsa Acosta Sánchez)


            Marisma, hombre, agua; no sé, a ciencia cierta, en qué orden, pero esos son los tres elementos fundamentales de estas tierras, de este entorno que nos tiene aquí reunidos
            Del agua ya hablamos en el anterior encuentro; de la marisma no hay que hacerlo, pues somos marisma, formamos parte de ella y la conocemos como a nosotros mismos; sí creo, por el contrario, que hay que profundizar en el hombre marismeño, en su formación como tal,  en su evolución, en su idiosincrasia, y, en parte, en su desaparición, para dar entrada a un hombre nuevo con otras inquietudes y forma de pensar y de actuar, pero que coincide con aquél en su amor por estas grandes planicies y en su identificación con ellas.
            Marisma, agua y hombre han librado desde siempre una lucha constante: las dos primeras han intentado por todos los medios mantenerse indómitas, mientras que el segundo ha combatido constantemente para someterlas, doblegarlas y amoldarlas a sus caprichos, fines y necesidades. De ahí la confrontación para la conquista y utilización de esos cenagales, los enfrentamientos que se producen en ellas, los contenciosos, pleitos, etc., no solamente con la Naturaleza, sino también entre sus moradores. Todo ello irá modelando el carácter del hombre marismeño y el paisaje, curtiendo a aquéllos y transformando a éste, pasando de ser un paraje desolado, duro, inmisericorde -con sus períodos de sequía e inundaciones- y sin dueño, a otro de dominio público, y, definitivamente, a propiedad privada.
            Mientras tanto, el hombre, en un primer momento y para poder subsistir, supuso un elemento más de ese ciclo de vida y de muerte que es la Naturaleza, formando una parte más de ella, como lo es un lucio, una veta, un pacil, o como cualquiera de los innumerables animales que convivían con él en esa su tierra, su morada, su vida, de la que nunca se ha querido desprender ni abandonar, e incluso alejarse de ellas por cortos espacios de tiempo, hasta el punto  que se hizo famosa una expresión que hemos tenido la ocasión de recoger de los más viejos del lugar: “no abandonaré la marisma m’anque me lo pía el cuerpo”. Solamente lo harían los hombres de la Isla Mayor una vez al año a La Puebla, cuando ya se acercaban los primeros calores del verano y las cosechas estaban a punto de recogerse, para ver, sentir y asistir a la procesión de “su Corpus”, cita
obligada de todo buen cigarrero. Era, pues, un compromiso inexcusable y un paréntesis en su dura vida marismeña, y su único contacto con la “civilización”.

            Hombre y marisma, pues, han supuesto la misma cosa en esta Andalucía la Baja, donde el Guadalquivir huele a mar, y el mar y sus moradores -los peces- dirigen su mirada río arriba con nostalgia, hasta el punto de que algunos -los más intrépidos-, desafiando la fuerza de las mareas, se lanzan a una aventura peligrosa y trágica en muchas ocasiones.
            Y ese hombre marismeño se ha tenido que servir de los materiales que tenía a manos e ingeniárselas para hacerse de un cobijo -la choza, el hato, el cortijo- y de unas herramientas -la chivata, la “jonda”, la garrocha, el trabuco- para defenderse, guardar y dominar a los animales que le acechaban, o, simplemente, para lograrse el sustento -la caza-.
            Así pues, por lo que a la forma de habitación se refiere, no hace falta insistir en que fue evolucionando en el tiempo. El primer lugar de refugio del que se tienen noticias fue el hato (“jato”, en el habla popular), teniéndose referencias desde el siglo XV, y, concretamente, en 1820, el Guarda Mayor de la Isla constata “que hay en el día establecidos 25 hatos” (4 de agosto)[1]. De todas formas, hay que aclarar que existen dos acepciones distintas del vocablo: el hato como pedazo de tierra, casi siempre pequeño, en plenas marismas, sembrado de cereales (trigo o cebada), habas o melonares, cercado de vallas y gavias para impedir la entrada del ganado; o bien el hato como vivienda para gañanes y pastores. El que ahora nos interesa definir es el segundo, ya que fue el primer esbozo de vivienda marismeña. Anteriormente, toda ella era como un inmenso dormitorio que tenía por techo las estrellas y cobijo de pastores, vaqueros y “velaores”.[2] Más tarde, nació el “jato”, chozas de paredes de carrizo y techumbre de castañuela, con suelo terrizo y de una sola habitación, en donde lo único que se observaba era un rústico fogón, unos palos atravesados sosteniendo algunos cántaros, una primitiva mesa y unas sillas derrengadas. Ese era el habitáculo que presenciaba la soledad del hombre marismeño, ese ser aislado que sólo sabía de hombres y de bestias.
            Ya por los años iniciales del siglo actual, comienzan a aparecer los primeros “cortijos”, que sería, por tanto, el segundo aposento marismeño. El cortijo tenía tres partes muy bien definidas: el caserío propiamente dicho, la gañanía y el tinahón. Entre éste y el caserío acostumbraban a estar los almiares. La gañanía era un “jato” que había cambiado el carrizo y la castañuela por ladrillos del país; algunas veces sus paredes se encalaban. El tinahón tenía, normalmente, dos filas de pesebres, cada uno con una argolla y su soga de cáñamo para atar a la res; en una cama descansaba el “boyero”, y a su lado, rumiaban los bueyes, lo que nos dice de la convivencia del hombre y el animal en las marismas. Del tinahón un portalón daba paso al cerrado donde descansaba el ganado libre del yugo o donde retozaba por la mañana antes de uncirlo. Finalmente, el caserío. Era de una sola planta, grande, con todo el espacio que permitía un tiempo en que la tierra no se tasaba por metros y en donde, todavía, la especulación no había hecho acto de presencia. En uno de los laterales, una chimenea a la que servía de suelo, casi siempre, una rueda de molino. Como adorno de las paredes se podían ver estaquillas, a modo de perchas, de donde solían colgar las prendas típicas de la época: zahones, mantas,... y por el suelo colleras, rejas de arado y otros aperos de labranza. Es de suponer el ambiente que se respiraba en el cortijo: ambiente de paz y de sosiego, de trabajo y de esperanza en la cosecha.
            Todo ese panorama lírico, sosegado e irreal, quedará roto con la llegada del arrozal a las marismas, que se verán inundadas de masas de gentes de toda la geografía española, que, por los medios más diversos, arribaron a ella en busca del “maná” que les hiciese salir de la miseria y el hambre -eran los difíciles años cuarenta-. Sin embargo, al poco de llegar, ven todas sus esperanzas desvanecidas al topar con la triste realidad: con una tierra dura, intrincada, en donde las condiciones de trabajo eran tales que lo que llegará a imponerse será “la explotación del hombre por el hombre”; las jornadas de trabajo serán interminables - de ocho horas (cuando en Valencia ya era de cinco) o el destajo, en el que se llegaba a las 12 horas-; el sueldo miserable (11ó 12 pts.); la “fiebre” -el paludismo- atacará con fuerza inusitada, eran intermitentes y duraban toda la vida, hasta el punto de que todo habitante marismeño del arrozal era un palúdico crónico, siendo a la hora de comer preceptivo tomar quinina; aún así, era raro el día que no se llevaba por delante a unos cuantos desgraciados sin medios de defensa para combatirla. Por otro lado, los organismos se debilitaban, ya que la alimentación escaseaba, y la poca que había adquiría precios de oro como consecuencia de la enorme especulación que se dejó sentir. Si a todo lo anterior, le agregamos los lugares de habitación -barracones o chozas inmundas-, sin agua ni luz, sin escuelas y sin ningún otro tipo de servicios, la visión que ofrecen las marismas arroceras es dantesca, en donde sólo los más fuertes, avispados o con un golpe de fortuna, supieron y pudieron salir adelante.
            Más tarde comienzan a aparecer algunos poblados; las condiciones de vida se suavizan, lo que hace que el trabajo, que sigue siendo igual de duro, resulte más llevadero. Los agraciados, los que han conseguido, de una forma u otra, establecerse en estas tierras, la van doblegando poco a poco e irán extrayendo de sus entrañas el fruto apetecido. Pero, periódicamente -para las faenas de plantación y siega-, nuevas masas de campesinos vuelven a aparecer por la zona, con la intención de hacerse con un dinero que les permita pasar el duro invierno. Y de nuevo la historia se repite, ya que, para estas gentes, las condiciones de vida y de trabajo no han variado.
            Ante tales condiciones de vida era de esperar que el obrero intentase rebelarse; sin embargo, los testimonios al respecto son escasos, y sólo se tienen noticias de algunos conatos de violencia y de huelgas que fueron rápidamente suprimidos y no llegaron a cuajar.
            Esa es la situación en la zona arrocera hasta bien entrada la década de los sesenta en que la mecanización va sustituyendo a la mano de obra, y, aunque en un principio, aparece la presión social como consecuencia del paro, lo que es evidente es que acabó también, de una vez y para siempre, con una forma inhumana de trabajo. Actualmente el panorama es muy distinto, ya que son muchos los que se han hecho de un trozo de tierra que les permite vivir con cierto desahogo, lo que no quita que haya grandes propietarios y empresas que rentabilizan una gran parte de la riqueza de la zona. Sin embargo, lo que es indudable es que se está en presencia de una de las zonas agrícolas más importantes de España, aunque sobre ella se ciernen negros nubarrones.      
            El hombre, como decíamos, ha ido cambiando la marisma, pero la marisma ha respondido creando un prototipo de hombre marismeño que lo diferencia del resto de los del entorno: hombres de veras, completos, cabales, firmes, recios y fieles a su tierra, enamorados de ella - a la cual pegaban sus cuerpos durante la noche- y del cielo que en el día los abrazaba y acariciaba con soles comprensivos. En él encontramos todos los atributos que definen al campesino de Andalucía la Baja: la gracia, la sobriedad con un cierto color de estoicismo, la indiferencia escéptica ante los negocios públicos y la pasión desbordada ante los conflictos personales, el analfabetismo sabio y profundo que se traduce en sentencias -piénsese en la figura literaria del “Séneca”- y rehúye el tópico; sus costumbres, triviales y generosas, son restos indelebles de una civilización superior que el análisis más superficial en el espíritu descubre.
            Todo ello adobado con lo que la propia tierra aportaba. Y esa tierra hizo al hombre marismeño, antes que nada, pastor y cazador, oficios ambos que le han dado un carácter independiente e introvertido; y es caballista, lo que es sinónimo de arrogante y orgulloso; y es rociero, lo que conlleva devoción y apasionamiento.

            Ese es el cliché del antiguo hombre marismeño. Pero ese hombre ha desaparecido, y, en su lugar, ha surgido otro nuevo, con mentalidades y trabajos distintos: son el agricultor y el pescador. Hombres que vinieron, muchos de ellos, de fuera, que comenzaron a interpretar de manera distinta a las marismas, que sufrieron con ellas, hasta el punto que han asumido mucho de su cultura y folclore. En conclusión, es el nuevo hombre marismeño, más pragmático, realista e inquieto; pero son nuevos tiempos y a ello se imponen nuevas actitudes.
            Y  ese hombre, que primero fue dominado por la marisma, que después pasó a dominador, que vivió, que sufrió, que amó a su tierra -hasta el punto de  llegar a ser una sola cosa con ella-, y que la transformó -dejando en el empeño jirones de su vida y sus mejores años-, hoy, con una edad muy avanzada, ve como se le intenta marginar como si tal cosa, cuando es el verdadero protagonista de la marisma -como pastor, cazador, labrador o pescador-; el primero que la amó, que la conquistó, que la roturó y labró, cuando aún era una tierra , como decíamos más arriba, adversa e improductiva; fue él quien amplió nuestra comarca y ganó para su economía nuevos territorios.
            De todo lo anterior, debemos deducir que tenemos que hacer de la marisma un aliado y no un adversario del hombre marismeño; tenemos la obligación de aunar el interés conservacionista con la conversión de la marisma en un agente económico de primer orden, haciendo compaginar agricultura y ocio, pero siempre desde el protagonismo e intereses de sus habitantes.

                                                          La Puebla del Río, 12/06/1998


                                             JOSÉ MATÍAS GONZÁLEZ ARTEAGA



[1] Archivo Histórico Municipal de Sevilla.Sección 9ª, carpeta 17.

[2] De velar el ganado, de guardarlo en la noche.

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